La última función de los androides

Fuente: Jerónimo Andreu (elpais.com)

La máquina del tiempo descansa en una finca de Los Molinos, en un camión pintado a rayas circenses aparcado sobre la hierba. Paz González retira la lona azul que lo cubre mientras corretean sobre ella pequeñas arañas. Con esfuerzo levanta uno de los pesados portones laterales del vehículo. “Aquí está el teatro”, presenta.
Lo que queda a la vista es una hilera de hornacinas dentro de las que viven 35 autómatas. Son figuras talladas a navaja a principios del siglo XX que esperan con la boca abierta y los ojos entrecerrados a que alguien las active. Las construyó Antonio Plá, feriante valenciano del que las últimas noticias son que, a la edad de Matusalén, sigue viviendo en la costa levantina. Con cada grupo de autómatas formó una escena cómica y las reunió todas en un circo rodante que paseaba de fiesta en fiesta. El artilugio pasó a la familia Simó y esta se la vendió en 1992 a Gonzalo Cañas, fallecido hace tres semanas. Él fue el último propietario del último teatro de autómatas.
En esa casa de Los Molinos desde la que se ve una vecina finca de caballos, pasó sus años finales Cañas, sentado junto a la chimenea. También recibiendo a los amigos que venían a visitarle y hablar de teatro. Actor, director y titiritero, Cañas se trasladó a la sierra desde su casa del centro de Madrid, famosa entre la bohemia capitalina por las reuniones que acogió. Dicen que subió a Los Molinos a descansar, pero también porque era el mejor lugar para aparcar el teatrillo y repararlo.
Paz González trabajó con él casi 20 años en el proyecto. No es la única: en torno a la barraca, Cañas reunió una pequeña comunidad de románticos del teatro impulsados por el deseo de que el artilugio mecánico no dejara de funcionar. Sus otros dos grandes colaboradores fueron los hermanos Luna: Pepe y Carlos. “Este camión solo puede conducirlo Pepe Luna”, sonríe Paz, recordando que les ha llevado a exhibiciones por Dinamarca, Hungría, Francia y media España.
“Cuando Gonzalo me llamó para decirme que había comprado la barraca no me lo creí”, cuenta Pepe. En un viaje a Almería en 1978, Cañas había visto el teatrillo y sintió un flechazo. Tardó 14 años en convencer a la familia Simó de que le vendiera la pieza de artesanía que malvivía compitiendo con los coches de choque. “José María Simó me enseñó a usarla”, recuerda Pepe Luna. “Es de gran complejidad”. Los ejes de los autómatas se pueden ver a través de un cristal. Poleas, resortes y palancas que sirven para que cada figura ejecute hasta 50 movimientos. Antes los feriantes los ocultaban a los ojos de la competencia, pero en su arqueológica rehabilitación, Cañas dejó todo a la vista.
El camión es un mecano que se despliega para convertirse en una carpa de 54 metros cuadrados. Frente al morro se coloca un tablero con unos autómatas de músicos cubanos. Los laterales se forran con 50 tablillas de colores que forman pasillos por los que circular descubriendo los cuadros protagonizados por los 10 grupos de humanoides. En uno, canta una pareja de flamencos; en otro bailan unas vedettes; y en un tercero, un señor cocina mientras su mujer cotorrea con las amigas. Las escenas atacan la liberación femenina y otras costumbres relajadas de la épocaque no le gustaban mucho al señor Plá. Al restaurarlas, Cañas las coronó con una leyenda irónica para burlarse de la burla. El conjunto es tan rústico como elegante: una muestra de artes escénicas populares con corazón de reloj suizo.
Gonzalo Cañas nació en Cuenca en 1937. Estudió en la Escuela de Arte Dramático de Madrid y comenzó de actor. Participó en películas con Rafaela Aparicio, Julia Gutiérrez-Caba o Concha Velasco, pero su carácter no encajaba en el negocio. “En los 60 el panorama del cine era el que era”, cuenta Pepe Luna. Por esa época Cañas conoció los títeres y le deslumbraron. “Los titiriteros somos gente muy individualista, y eso encajaba con Gonzalo”, dice su amigo. “Te dan un dominio completo del universo creativo: puedes ser el escritor, los actores, llevar la luz…”. Cañas adoptó las marionetas como vía expresiva y las hizo evolucionar. “Entendió que lo importante no son los muñecos bonitos, sino que haya espectáculo: transmitir vida al público”.
Cañas es considerado uno de los responsables de que el teatro de títeres trascendiera la consideración de entretenimiento infantil. Viajó, estudió la teoría y montó obras de Alberti e Ionesco, hasta que en 1992 apostó el resto por la barraca de autómatas. “Él tuvo el ojo de ver que era algo mágico, que viene del pasado y no tiene ni principio ni fin”, dice Luna.
El último deseo del titiritero fue que el Ayuntamiento de Madrid heredara su barraca prodigiosa. Los autómatas ya no están para más carretera y Cañas esperaba que encontraran reposo en una exhibición permanente. El Ayuntamiento no puede confirmar aún cuál va a ser el destino del teatrillo. Estaba previsto que a partir del 20 de diciembre se montara en el cuartel de Conde Duque, pero los portavoces oficiales no han conseguido responder si será así, ni tampoco si se establecerá allí de forma definitiva. A la espera de la decisión, los androides esperan bajo su lona, con los párpados medio abiertos, a que les vuelvan a dar la orden de bailar.

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