Strindberg, en el teatro de la locura

El miedo y la ira de August Strindberg acabaron el 15 de mayo de 1912, hace ahora un siglo. Ese día, un cáncer de estómago ponía fin a la vida de un escritor que, pese a los tortuosos fuegos cruzados de su carácter, construyó una obra que le convierte no solo en un titán de la literatura nórdica sino en uno de los padres indiscutibles del teatro moderno. Temeroso de todo, y pese a no creer nunca en nada, pidió que le enterraran con una Biblia sobre el pecho. “Salve cruz, única esperanza”, fueron sus últimas palabras. Tenía 62 años y vivía recluido en su casa, sin apenas recibir visitas, acechado por la esquizofrenia que marcó no solo su vida sino también su obra.


La suya era una personalidad quebradiza y enferma, la hipersensibilidad flageló su niñez y juventud, y su vida adulta fue la de un hombre de temperamento tan vehemente como inseguro. En Genio artístico y locura (Acantilado), Karl Jaspers estudia el caso apoyado en sus propios textos. En Inferno, Strindberg tampoco escatimó detalles. La enajenación no le impidió construir una obra prolífica y dispar: pintor, fotógrafo, dramaturgo… Ingmar Bergman, que llevó a escena sus obras hasta 30 veces, dijo que leerle le gustaba tanto como escuchar música. Su sueco, afirmaba el director de Persona, es incomparable. También lo eran su rabia —“y yo la entendía”, confesó el cineasta—. Es difícil no ver la conexión entre estos dos tótems de la cultura sueca. La frase más célebre de Bergman sobre Strindberg ilustra libros y hasta la web de la fundación del cineasta: “Me ha acompañado toda la vida: lo he amado, lo he odiado y he lanzado sus libros contra la pared. Lo único que no he podido hacer nunca es deshacerme de él”.
“Sencillamente, es el mejor escritor sueco de la historia”, afirma Jesús Pardo de Santayana, traductor al español de todo su teatro contemporáneo y de su demoledora novela de juventud El salón rojo(Acantilado). “Aprendí su lengua solo para leerle. Internacionalizó el sueco, que antes de él solo era un idioma pintoresco de un país escandinavo, con una literatura mona y poca cosa más. Pero Strindberg lo cambió todo. Puso a Suecia en el mapa de la cultura europea. Nosotros no tenemos esa experiencia porque Cervantes no creó el castellano, ya existía antes que él. Pero la literatura sueca cobró el empaque de gran literatura de su mano”. Pardo recuerda que, paradójicamente, el gran hombre de las letras suecas jamás obtuvo el Premio Nobel: “Vivía rodeado de gente con la que había reñido. Era superior a todos los demás, y lo sabían, pero fue una figura muy incómoda. Vivía en contraposición a los demás pero sobre todo a sí mismo”.
El duelo entre si es Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, o La señorita Julia, de Strindberg, la obra que marca el inicio del teatro europeo moderno se decanta para muchos a favor del sueco y esa trágica y absurda historia sobre un terrible malentendido entre una mujer y su criado. “Strindberg era un misógino que no podía vivir sin mujeres y eso marca toda su obra”, afirma el traductor.
Lo cierto es que, frente al feminismo de Ibsen, Strindberg desarrolló una feroz animadversión a la feminidad, de la que, a sus ojos, el hombre era siempre víctima. Casado tres veces, en sus obras, la mujer aniquila al hombre. El 29 de septiembre de 1888 envió a su editor otra de sus piezas más conocidas, Los acreedores. En una nota decía: “Le envío esta obra más sutil que La señorita Julia, en la que la nueva fórmula está realizada de una manera más estricta. La acción es penetrante, como puede serlo un asesinato psíquico; nada ha sido desdeñado en el carácter de las conductas”.
Estas sombras de Strindberg han ocultado para el gran público sus luces. “Era misógino, sí, y muy complejo, pero su obra también está llena de otro Strindberg mucho más amable, chispeante y divertido”, explica Diego Moreno, cuya editorial, Nórdica, arrancó el año con una edición facsimilar de los cuentos del autor y lo cerrará con un libro sobre su pintura acompañada de fragmentos de su Diario oculto.
En Suecia se celebra el Año Strindberg con seminarios, exposiciones y continuos homenajes. “Más allá de las polémicas, allí sigue siendo una figura importantísima. No olvidemos que a su entierro, y pese a todos los enemigos que tenía, fueron 50.000 personas, todavía hoy es la más multitudinaria que se recuerda en el país”, explica Moreno. El libro de cuentos, escrito en 1903, reproduce los mismos dibujos con los que fue editado, en 1915, tres años después de la muerte del autor. Son relatos poéticos, que entroncan con la mejor tradición de fábulas europeas y que muestran ese Strindberg luminoso al que hace referencia su editor. “Fue un visionario, un revolucionario. Y no solo en teatro. Es mucho más que La señorita Julia. En fotografía, por ejemplo, inventó técnicas que no se usaron hasta cuarenta años después”.
Para Jesús Pardo, Strindberg es una figura escurridiza, sin conciencia de su tiempo, que no perteneció del todo a ninguna época y por eso pertenece a todas. “Murió como un cristiano después de haber vivido como un pagano. Vivía en su propio tiempo y falleció sin enterarse de que estaba en el siglo XX. Estaba mal de la cabeza pero su talento era el de un verdadero genio”.
Fuente: Elsa Fernández-Santos (www.elpais.com)


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