El Cairo en una fosa de la memoria

Era noviembre de 2010 y ardía El Cairo. Marco Magoa (Madrid, 1972) atravesaba el centro de la ciudad en una furgoneta llena de atrezo y elementos escénicos, entre tanques y disparos al aire de los militares, camino del Teatro Nacional, donde ensayaba con un repertorio de once jóvenes actores egipcios una obra de Lorca en árabe, Bodas de sangre: “… La sangre corría / más fuerte que el agua”.

Las protestas no habían hecho más que empezar. La violencia era máxima para albergar el mayor miedo posible entre los potenciales revolucionarios. Momentos de confusión total. La muchedumbre se agolpaba en la plaza de Tahrir, “enganchados a los móviles, avisándose, pero nadie se atrevía a gritar ni a levantar una pancarta todavía”, recuerda Magoa.
Aquel día, cuando vio que la policía comenzaba a rodear la plaza, le dijo a su amigo y profesor de árabe, Mark Gamal, que tenían que salir de allí. “Él quiso quedarse y, después, desapareció, se lo llevaron al desierto”. Los ensayos y la función se suspendieron, pero antes, les volvió a leer a Lorca: “... Y ese hombre no vuelve. O si vuelve es para ponerle una palma encima o un plato de sal gorda para que no se hinche”.
No fue así. No esta vez. A Gamal le soltaron al día y medio. “Muchos de los miles de jóvenes que fueron detenidos en los días posteriores siguen encerrados en las cárceles después de dos años, esperando un juicio militar”, cuenta Magoa, ya desde España, adonde regresó escapado, huyendo, sin despedirse de nadie, tras varios días sin salir de una casa que no era la suya del barrio residencial de Maadi. “Me encerré allí por miedo a las palizas que les daban los contrarevolucionarios a los extranjeros, porque decían que alentábamos la revuelta. Fue un horror. Vi muchos muertos, centenares de heridos, decenas de jóvenes ciegos por los gases lacrimógenos que les disparaban a los ojos, supe de desaparecidos... El día que mataron a aquel periodista griego [3 de febrero de 2011] decidí que había llegado el momento de marcharme. Yo pude hacerlo, por suerte”, asegura.
Pero… “Pasan los meses y la desesperación me pica en los ojos y hasta en las puntas del pelo”, decía esa madre viuda con hijo muerto deBodas de Sangre. Y a Magoa le llevan los demonios cuando llega a España y se encuentra al juez Baltasar Garzón en el banquillo, y a un país dividido por su memoria histórica, por los muertos de su guerra y de su dictadura. “A cada uno le gusta enterarse de lo que le duele”, decía la madre lorquiana.
Y de esa emoción, de la contradicción entre el horror de su presente y la “injusticia” de su pasado, nació Prólogo y epílogo del dolor, su propuesta escénica sobre la memoria: “Quizá el pueblo egipcio nos mire horrorizado con el temor a que sus hermanos y vecinos asesinados en las calles y comisarias acaben del mismo modo, abandonados y olvidados en cunetas”.
“¡Eso sí que no! Porque con las uñas los desentierro y yo sola los machaco contra la tapia”, enfurecía aquella madre de luto de hijo y marido de pensar que enterraran junto a ellos a sus enemigos (y vecinos). Magoa extiende una fosa sobre el suelo, una imagen a tamaño natural que hace de columna vertebral física y teórica de la obra. Sobre ese amasijo de huesos rotos, camina y se reclina con textos de Antígona, Sófocles y Vladimir Mayakovsky. Y Melania Olcina le acompaña con su danza y con músicas de Arnold Schoenberg, Nassir Shama y Richard Strauss, expresando a cada paso la emoción de esas víctimas olvidadas. Las imágenes del horror, grabadas con una cámara de aficionado por el propio Magoa en El Cairo, de fondo de pantalla. Y un verso final de Mayakovsky: “Hombres amados, no amados, conocidos, desconocidos, fluid por ese pórtico en tropel y él, el libre, por el que clamo, el hombre, vendrá. Creedlo, creedme”.
Fuente: Patricia Ortega Dolz (www.elpais.com)

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