Jordi Bertran, y la precisión poética de las marionetas



Había una ciudad en la que los títeres inundaban las calles, los barrios, los teatros. Había una Barcelona, evidentemente pre-olímpica, que quería hacer la revolución, poética, a través de las marionetas. Es la ciudad en la que Toni Rumbau y Mariona Masgrau abren el Teatre Malic, en 1984, o en la que Pepe Otal, después de haberse formado con el maestro H.V. Tozer, crea su propio taller para sacar los espectáculos a las plazas. El público está fuera y hay que ir a buscarlo.

Algo se ha perdido de ese espíritu, de esa energía, pero los grandes siempre dejan discípulos. Es el caso de Otal, del que, entre muchos otros, aprendió la profesión Jordi Bertran. Hoy, es uno de los titiriteros más reconocidos internacionalmente. Su espectáculo Antologia vuelve al Círcol Maldà hasta el 9 de enero. Lo creó en forma de cabaret en 1987 y – alternándolo con otras propuestas, como un inteligentísimo acercamiento a Joan Brossa con Poemes visuals, lo ha ido perfeccionando una y otra vez. Por allí desfilan Salvador Dalí, Louis Armstrong, el faquir Raixic, el payaso Toti Tipon, Pau Casals, Pep Bou o un esqueleto roquero.

Bertran pone el oficio, la manipulación cuidada hasta el último milímetro, al servicio de la magia. Conocedor de todas las técnicas, se acerca al teatro negro de Praga para, con un cordón, dibujarnos una paloma de la paz fosforescente. O, a través del profesor alquimista, transmitirnos el mundo efímero de las burbujas de jabón. Es éste el momento más álgido de la obra, en el que demuestra su elevadísimo virtuosismo, cuando el títere coge aire, llena de humo sus burbujas, y ofrece una estética que se apoya en lo visual pero que va mucho más allá.

Y es que las marionetas son poesía por sí mismas, en esencia. Nos miran. Nos interrogan. Bertran no esconde ese misterio que transmiten. Lo sabe hacer provocando una doble lectura, una doble reacción, la del niño que ríe y se divierte al descubrir otros mundos, y la del adulto que, por momentos, vuelve a ser niño. Pero también hay una reflexión inherente en el proceso, un baile entre la vida y la muerte, en el que la materia se convierte en lenguaje animado. Hay demasiadas cosas de nosotros en esos personajes.

La belleza del hilo, el humor automático que provoca ver reflejados nuestros movimientos en un muñeco de madera, se puede disfrutar en un escenario inigualable. Todas las ciudades deberían tener un Círcol Maldà - o un espacio como La Puntual, dirigido por Eugenio Navarro - para refugiarse del ruido y las parafernalias. Tal vez Barcelona está recuperando algo que nunca ha perdido del todo.

Font: Albert Lladó (www.lavanguardia.es)

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