Othello, enfermo de celos en el Lliure
Uno de los estrenos más esperados. El Othello de Thomas Ostermeier se puede ver en Montjuïc tan sólo días, el 21 y 22 de diciembre, y la expectación es máxima después de que la misma compañía, la Schaubühne de Berlín, ofreciera en el mismo espacio una relectura de Hamlet hace dos temporadas. Las butacas están llenas a rebosar y se distingue entre el público a actores y directores de escena que acuden con ganas de dejarse sorprender. Tendrán tiempo. La obra dura más de dos horas y media.
Los ingredientes conforman un triángulo radicalmente actual. La exclusión social, el racismo y la sexualidad son abordados desde el texto clásico de Shakespeare, escrito en 1604, pero con una escenografía que combina un estanque de agua, en el que los actores van mojándose durante toda la función, unos neones que funcionan como un biombo gigante, y las proyecciones de los primeros planos de algunos de los protagonistas. Una sombrilla y una barra de bar acaban de configurar este curioso microcosmos. A un extremo, una banda que toca música en directo, y que ayuda a esa sensación de excesivo efectismo en el que cae la propuesta en algunos momentos.
El negro Othello ha seducido a la delicada Desdémona, pese a que el padre de ésta lo desaprueba, y la carrera militar le sonríe, siendo general de Venecia, una república que lucha contra los turcos para hacerse con el poder del Mediterráneo. Pese a sus éxitos, su autoestima es frágil, y no deja de sentirse “de fuera”. Pero su mayor error será no ascender a Yago, su alférez, que, al sentirse menospreciado, comienza una guerra psicológica, extendiendo rumores e insinuaciones para que su superior crea que su mujer y Cassio se ven en secreto.
Los celos autodestructivos de Othello, alimentados por la astucia de Yago, van creciendo hasta llegar a la paranoia. El buen amante y gran guerrero pasa a ser un hombre humillado, según él mismo cree, por su esposa y uno de sus mejores soldados. Como metáfora de la suerte de mentiras, y de idas y venidas, un pañuelo, el primer regalo que le hizo a Desdémona. Yago consigue que vaya a parar a manos de Cassio y que éste lo acabe regalando a una prostituta. El resto, un juego de enredos con el que Yago consigue su peculiar venganza.
Othello es una excelente disección del comportamiento humano. Por ello, podemos confundir el siglo XVII con la actualidad, sin demasiadas complicaciones. El militar negro, trasladado a jugarse la vida a tierras lejanas, es “tolerado” por los ciudadanos, pero nunca acaba de formar parte del todo de la comunidad. El empleado que se sabe más hábil e inteligente que su jefe, y que ve como la mediocridad de su superior no es capaz de reconocer sus méritos. El trepa que acaba desencadenando una tragedia por sus malabarismos. El compañero que tan sólo quiere demostrar su profesionalidad y que cae en la trampa. El marido, enloquecido, que transforma su pasión en un baile de sangre.
La pieza es una indudable demostración de apuesta por el teatro, teatro en el sentido más amplio del término. Los actores hacen un esfuerzo que el público aplaudirá sin objeciones. YStefan Stern, el sibilino Yago, roza lo sublime. Sin embargo, hay demasiadas acotaciones que parecen innecesarias. El propio Stern se dirige a los espectadores, con micro de mano, para explicarnos detalles de la trama que podríamos entender a través de otros lenguajes. La música en directo que no nos habla, sino que ayuda al estruendo, y los juegos de luces que parecen querer reivindicar la espectacularidad de una propuesta que no necesita fuegos artificiales.
Al final, al ser descubierto, Yago pide que no le pregunten más el por qué de tanto fraude y odio. “Sabemos lo que sabemos”. Muy poco de los miedos y frustraciones de quienes nos rodean.
Fuente: Albert Lladó (www.lavanguardia.es)
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