Juan Mayorga: “Defiendo el teatro que nos lleva a descubrir la bestia que nos habita”



Fuente: Jesús Ruiz Matilla (elpais.com)
Entre la palabra que atronaba en su casa pronunciada en voz alta por las lecturas de su padre mientras él jugaba a las chapas y la imagen de una mujer llamada Nuria Espert en un escenario moldeando con su gesto el misterio de la vida, Juan Mayorga quedó atrapado para el teatro. Hoy es uno de los autores más brillantes de su generación, ese puñado de despistados en la medianía de la edad, nacidos a mitad de los sesenta.
Mayorga, madrileño, de 47 años, adicto a la curiosidad, es un dramaturgo de referencia, un vivificador del teatro español con ambición y vocación europea –traducido a 23 idiomas y representado en 33 países–, pero también doctor en Filosofía y matemático. De esa mezcla explosiva entre cálculo y pensamiento nacen sus obras.
Afronta lo mismo imperecederos misterios de la vida –como ahora ha hecho en el teatro Fernán Gómez de Madrid con las tribulaciones de santa Teresa en una joya llamada La lengua en pedazos– que concibe serias gamberradas de urgencia en las que retrata lo casposo, como Alejandro y Ana, aquella sátira basada en la boda seudorreal de la hija de Aznar. Es versátil, provocador y reflexivo, sin que eso rompa una enorme coherencia que le lleva a plantear en teatro como ese reino de la imaginación crítico donde debe permitirse la utopía.
Hombre feliz, padre entregado, autor de éxito, coleccionista de premios, Mayorga late con su tiempo y explora las todavía ignotas posibilidades de un arte vivo que le ha consagrado ya como uno de los grandes en nuestros escenarios.
Yo sé que no es agradable para todo el mundo que le digan que ha entrado en la madurez, más cuando se ha sido ‘enfant terrible’, pero me temo que en su caso ha llegado la hora de afrontarlo.
Es jodido, pero no sé, no sé.
Si uno ve los dos montajes que acaba de tener en Madrid en cartel simultáneamente, ‘La lengua en pedazos’ y ‘El crítico’, se siente así.
En esas obras aparecen temas que he explorado hace 25 años, incluso se repiten frases, concretamente de una obra que estrené en 1996 y que se llama El sueño de Ginebra, en la que Jackie Kennedy habla de la soledad en los mismos términos que se refiere Teresa en La lengua en pedazos. Uno es fiel a sus obsesiones.
Entonces no sé si preocuparme y pensar que más que madurez puede ser decadencia.
Probablemente: de reiteración y redundancia. La lengua en pedazos El crítico tienen que ver con muchas obras mías. Un personaje visita a otro, irrumpe y, por tanto, desestabiliza. Se produce un encuentro anhelado en el que visitante y visitado saben que no habrá otra oportunidad.
Me está hablando de un duelo, en términos de ‘western’. ¿Puede ser eso el teatro?
Un duelo en el que cada uno se encuentra consigo mismo, con un espejo. No hay mayor posibilidad de combate que la que se produce contra uno mismo. Un conflicto existencial en el que defender decisiones que hemos tomado o no. Aclararse en las propias contradicciones.
Otro rasgo de madurez es que le hayan dicho algunos que no esperaban eso de usted, en referencia a la reivindicación de Teresa de Jesús. ¿Le ven pío?
Bueno, se extrañaron de que me ocupase de una figura religiosa tan importante en el santoral católico, aunque, por cierto, nosotros no la llamamos santa Teresa. Calificarla de santa es…
¿Devaluarla como auto­­ra?
Algo así, pero es que además la ubi­­ca con una tradición en la que ella se relaciona con complejidad. Es cierto que había gente que me decía: “¿Adónde vas?”. Advirtiéndome de que eso era digno de José María Pemán o de que fuese financiado por la Conferencia Episcopal. Como que iba a resultar algo para iniciados y para beatos.
¡Pero si es tan moderna que hasta Ray Loriga le dedicó una película!
No la he visto, debo decir, pero sí leí literatura feminista escrita en los setenta sobre ella. Y ha sido reivindicada fuera de España.
Lo bueno de ella y cuando se la comprende mejor es al sacarla de la mística e incluirla en la angustia o en la lucha por la dignidad de la mujer.
Tienes razón. Su zozobra, su dolor por la vida, son radicalmente modernos. Pero yo no desligaría eso de la mística o del espíritu.
¿No serían coartadas cuando se buscaban explicaciones tan hondas a algo que no se podía comprender? Aparte de sacar partido.
Creo que lo sigue siendo. El inquisidor dice que a veces se llama a la mística máscara para la subversión y que a menudo se define espíritu a lo que es desorden. A lo que ella contesta que a veces se llama desorden a lo que es espíritu. Yo creo que ambos tienen razón. Cuando hablamos de espíritu, estamos hablando de dignidad, libertad, anhelo, belleza.
De lo ideal.
Que un ser humano reclame que tiene espíritu en ese contexto es una declaración de intenciones incluso política. Me parece muy moderno todo eso. Pero vienen espectadores de todos los ámbitos. Creyentes muy agradecidos y algunos que no habían imaginado una Teresa desde esa óptica. Yo pretendo ganar al personaje para mi tradición. De algún modo es una figura muy amortizada por quienes han llegado a conseguir de ella una caricatura desde que Franco decía dormir con su brazo incorrupto al lado. ¡Si la hubiera leído en serio!
¿Cuál es su tradición?
Como dice un amigo mío, el pasado es imprevisible. Cada uno de nosotros construimos uno. Para mí es fundamental mi educación en Walter Benjamin, a quien dediqué mi tesis doctoral. Pero también me siento afín a un pensamiento republicano, demócrata, radical.
Pero ese es su pensamiento; como dramaturgo, ¿cuál es su tradición?
Me han preguntado muchas veces cuál es el teatro del futuro; si tengo que responder a eso, creo que es Grecia, después nuestros grandes del Siglo de Oro y también Shakespeare. Tienen que ver unos con otros porque en todos el teatro es el arte de la imaginación del espectador. La palabra que convoca la complicidad del espectador es capaz de crear la encrucijada de caminos de Edipo, la tempestad que rodea al rey Lear en su noche de locura acompañado solo del bufón y llevarnos a la cueva de Segismundo. Mi tradición es la de aquellos autores que han hecho del espectador el soberano del hecho teatral. Eso debe ser un principio radical.
El teatro es un arte. Pero ¿podemos ver en usted a un científico del mismo?
Yo respeto mucho a los autores que han pensado el teatro, como José Sanchis Sinisterra, Heiner Müller…
Sí, pero aparte de eso, en su condición de matemático, ¿aplica usted fórmulas exactas para su dramaturgia?
Las matemáticas están ahí, no me las puedo quitar de la mochila. Yo propongo constantemente una revisión de mis textos y eso ha sido alimentado por mí. Un matemático es alguien que reconoce la afinidad entre formas y observa que objetos distintos poseen algo en común, cuenta con una mirada educada para eso y en ese sentido conecta mucho con mi trabajo como dramaturgo. Pero no me atrevo a hablar de una vertiente científica del teatro. Creo que precisamente el teatro es misterio y, por tanto, escapa a cualquier cálculo.
Bueno, en sus obras se observa cierto cálculo. En ‘El crítico’ puede haber similitudes con ‘La huella’; por ejemplo, son artefactos casi, por su tensión.
En cualquiera de mis piezas existe eso, es verdad, está pensado y calculado en ciertos aspectos. Pero eso es dramaturgia, como ordenación del espectáculo.
Su dramaturgia también se ha alimentado de una rabiosa actualidad. ‘Alejandro y Ana’, sobre la boda de la hija de Aznar, el gran éxito deAnimalario con un texto suyo, era eso.
Si no recuerdo mal, ese espectáculo lo estrenamos el mismo día en que se estaba haciendo la foto de las Azores. Nosotros hablábamos de hacer teatro histórico de urgencia. Nos reunimos Andrés Lima, Juan Cabestany y yo en el café del Teatro Español porque queríamos hacer una obra sobre la derecha española. Lima trajo el especial del ¡Hola! sobre la boda de la niña y era casi pornografía, con toda esa panda que aparece ahora en los papeles y esas chicas acompañando ancianitos. Rápidamente pensamos que se imponía hacer algo. Lo escribimos en poco tiempo y lo armamos enseguida. Sobre ese hecho puntual queríamos trascender. Ocurre que me ha llamado mi traductora griega para hacer la obra e incorporar elementos de su país. Obviamente, tiene mi permiso. Hace un año se montó en Uruguay. Ese detalle prueba que lo logramos.
Legendario fue aquello.
Es muy importante estar atento a la calle, pero también lo es que la agenda no marque los valores universales que debes transmitir. La calle te llama, pero hay que trascender.
Cuando se plantea hacer teatro de urgencia, ¿cuánto lleva? Hay que reaccionar rápido. ¿Qué tarda? ¿Lo que decían de Lope de Vega? ¿Una noche? Está usted en todas partes.
Yo nunca doy por acabado un texto. ¿Cuánto me ha llevado escribir sobre Teresa de Jesús? Pues en realidad toda la vida.
Ya, pero salgámonos del tópico.
Bueno, quizá cinco años, existe una primera versión de entonces. Para irritación de mis traductores, yo reescribo constantemente mis textos. Lo reescribo porque el teatro es un arte dialéctico, y directores, espectadores, críticos, van descubriéndote sentidos ocultos, el propio tiempo que te atraviesa tacha y reescribe los textos.
Es la ventaja. Un novelista lo tiene más crudo, no puede observar la íntima reacción de sus lectores.
Cierto, aunque a veces confunden cosas. La puesta en escena, la acogida y puede que la segunda versión no sea mejor que la primera, pero yo, por si acaso, estoy permanentemente reescribiendo. Y, por otro lado, puedo guardar un texto en un cajón dos años y de pronto aparece una imagen que puede surgir en un vagón de metro. El arte de la entrevista, una pieza aún sin estrenar, que llevaba tiempo queriendo escribir, hasta el pasado año no la pude emprender.
La entrevista es un género teatral, es cierto.
Y tanto, una forma de diálogo muy tenso, una especie de invasión, un arte, un juego de defensa también. En una entrevista buena aparece un tercero imaginario que desconocemos y media.
¿Tanto morbo tiene por el trabajo de un crítico? En su última obra estrenada se vislumbra eso, el deseo de saber. ¿Le obsesiona lo que juzguen de usted?
Cuando empezaba en esto, en la crítica buscaba el elogio o la absolución. Ahora lo que persigo es que me enseñen algo, que me descubran sentidos de la obra, las relaciones de esa pieza con otras mías o de otros, vínculos entre mi trabajo y el tiempo… Espero mucho de la crítica. Si yo me he formado con alguien es con Walter Benjamin, que era ante todo un crítico. Su obra surgió del despliegue sobre ensayos ajenos. Él escribió su propia tesis sobre la obra de arte en el romanticismo alemán y descubrió cómo los autores que le interesaban veían en el crítico a un segundo autor.
¿Alguien que ayuda a reescribir?
Que no se limita a evaluar por un patrón previo, sino que buscaba el contenido de verdad de la obra, sus posibilidades reflexivas, llevándola a otro plano. En este sentido me interesa mucho lo que escriben de mí y me han enseñado algo. No espero una nota. Ya bastantes dudas tengo sobre lo que hago.
Si tuviéramos que escribir una pieza sobre Juan Mayorga, ¿cómo empezaría? ¿Por la mañana, en su casa, con sus tres hijos, dándoles el desayuno?
Es verdad que lo primero que hago es meter las tres tazas en el microondas y exprimir los zumos de naranja. Luego viene la urgencia esta de meter prisa. Y empieza el día.
Dramaturgo más que bohemio, padrazo.
Tener niños en casa es una bendición, es maravilloso lo que te ríes, lo que disfrutas.
Más comedia que drama.
¿Mi vida? Sí, yo debo decir que he tenido mucha suerte. Me la ha proporcionado la gente con la que me he cruzado. Para empezar, mis padres, que viven todavía, y mis hermanos, soy el mayor de cuatro y somos todos buena gente. Mis amigos también. He tenido siempre muy buenos amigos. En el teatro, por más que se diga que existen las putadas, las zancadillas, las faenas, debo decir que puede ser cierto, pero yo he encontrado gente que me ha ayudado: desde Guillermo Heras, que ahora va a montar El crítico en Buenos Aires, hasta José Sanchis Sinisterra, Álvaro del Amo, Gerardo Vera, Josep Maria Benet i Jornet, Helena Pimenta, sobre todo los mayores, que realmente han defendido y ayudado a todos los que venimos detrás.
¿Es esta la primera generación que no mata al padre?
Yo siento gratitud hacia ellos…
Con estos hijos tan devotos, incapaces de asesinarlos para desplazarlos del trono, cómo no van a ayudar?
Bueno, por supuesto que hay gente de generaciones anteriores que me repugnan y con los que estéticamente no comulgo en absoluto, pero tampoco debemos perder energía en esas batallitas.
¿Qué le repugna?
Yo estoy bastante de acuerdo con Volodia, el crítico de mi obra, cuando dice que existe un teatro como el que él veía de niño, que buscaba proporcionar al espectador risas y emociones elementales y que está bien, que no hace daño a nadie. Lo que le pone enfermo es un teatro religión que pretende ofrecerte grandes misterios, grandes secretos, pero que en realidad está configurado con frases hechas y que me espanta. Ese teatro grandilocuente que se presenta como si te fueran a descubrir grandes misterios del alma humana y que no es más que el vacío, la cosmética.
Ya, pero deme ejemplos, aunque estén muertos.
Solo me vienen a la cabeza los grandes. Pirandello, Chéjov, Müller… Detesto la simulación, ese teatro que pretende ofrecer grandes ideas y se rodea de un halo de intelectualidad.
Vamos, que prefiere lo popular a lo pretencioso.
Me preocupa el teatro que se identifica con la víctima por parte del autor, el que invita al espectador a hacerlo.
¿El patetismo?
Es que se trata de un teatro bien dominante en estos tiempos de mala conciencia. Pero también ocurre en la novela, el cine, la televisión. Es un arte políticamente inútil, por no decir pernicioso. Prefiero, defiendo, el teatro que te invita a descubrir la bestia que nos habita. Mejor activar las alarmas frente a la negrura que muchas veces se encuentra dentro de nosotros, no sé si me explico.
¿Un teatro que nos asuste más que nos consuele?
El espectador quiere sentirse bueno, y para eso es muy habitual construir un monstruo frente al que reconocerse inocente. Si alguien es capaz de descargar toda la responsabilidad en la maldad ajena para que la conciencia del espectador quede tranquila. Ese mecanismo se detecta fácilmente.
Si seguimos creando esa obra sobre Mayorga, ¿cómo le presentamos? ¿Como dramaturgo? ¿Como filósofo?
Son mis dos vocaciones indisociables. Para mí, la filosofía es un plan de vida, no un oficio. No dejaré nunca de serlo. Todos estamos llamados a interpelarnos. La filosofía es el asombro radical y el autocuestionamiento permanente, la interrogación sobre uno mismo, que nunca se conoce. El teatro está alimentado por eso. Es un arte en el que se pueden plantear problemas donde no llega la palabra del filósofo, y eso me resulta fascinante. La capacidad del teatro para suspender al espectador ante la pregunta es única. Teatro y filosofía poseen un mismo horizonte: aclararnos un poco en este barullo. Ambas artes pueden abordar ciertos conceptos importantes. Bien, belleza, justicia…
Y tanto.
Sócrates, como filósofo, se lanza a las calles a preguntar qué es eso, el teatro también cuenta con esa capacidad de convocatoria. Representar posibilidades de la vida humana y dialogar, conversar sobre ellas. El teatro para mí es celebración, crítica y utopía. Examen del mundo en que vivimos e imaginar al tiempo otros posibles. Todo eso basado en las palabras, cómo nos aclaran y nos engañan. Soy un castaña, ¿no?
Qué va, qué va. Tranquilo.
Ah, bueno.
En su generación se pueden identificar rasgos comunes. ¿Qué tienen que ver usted, Miguel del Arco, Galcerán?
Hubo un tiempo en que se nos identificó como la generación Bradomín, en referencia al premio. Me parece una etiqueta falaz, aunque hay estudios. Es flojo, no predomina un concepto, sino solo un reconocimiento. Pero yo sí siento que tengo que ver con Miguel del Arco, con Yolanda Pallín o Alfredo Sanzol… Por otro lado, no soy nada sectario, ni como autor ni como espectador.
Es un rasgo generacional en sí ese mostrarse desprejuiciados.
No diré nunca que no me verás en determinadas obras de teatro. En el llamado comercial veo cosas muy interesantes, me ofrecen una experiencia. Un autor del que se podría pensar que ando distante en mi concepción del trabajo como Jordi Galcerán es uno de los primeros a los que envío mis textos. Nos los intercambiamos y nos los criticamos. La conversación, la relación más importante, es la que tenemos en torno a nuestros textos, un gesto de apertura especial, me devuelve comentarios que vienen de la observación severa y la amistad. También se los enseño a autores mayores que yo siento muy afines, muy cercanos.
¿Quién crea más y es el alma del hecho teatral, el autor o el actor?
El centro es el actor y uno le ofrece una partitura de palabras y de acciones con las que él puede construir una experiencia. Yo intento escribir textos muy abiertos, no soy uno de esos autores celosos de su letra, quiero dar juego al director y al actor. Que lo innegociable sea poco. El teatro es imaginación y reunión. Un texto debe proponer eso. Es decisivo. Yo siempre estoy pensando en el actor más que en una lectura en solitario. Para mí es una ejecución de un texto en asamblea, en público.
Más cuando a usted le inoculó el veneno Nuria Espert. ¿Qué pasó?
Yo tenía 15 o 16 años. Nunca había ido a una representación. Recordaba el hecho preteatral de que mi padre leía cada cosa en voz alta. Desde Ortega y Gasset hasta aquellas novelas de colección Reno, por ejemplo Rebeca. Yo estaba jugando por la alfombra y escuchaba a mi padre leer lo que era el incendio de Manderley. Cautivó tanto mi imaginación aquello, que cuando vi la película de Hitchcock me defraudó. La palabra creaba ya un incendio en tu cabeza. Eso quedó en la base de mi confianza en la palabra como creadora de paisajes sentimentales.
Y en esto que Espert se aparece en su vida…
Es que a mí me impresionó ver a aquella mujer representando en Doña Rosita la soltera lo que después he descubierto que es el mayor misterio de la vida: el paso del tiempo. Era capaz con un gesto de dar cuenta de las edades. El teatro me enamoró. Me pareció el reino de la imaginación. Luego me hice espectador, recuerdo la excitación que aquello me producía… También escribía, y con el tiempo me dije: esto. El teatro. Para esto quiero escribir.

Autor, doctor, maestro

Juan Mayorga (Madrid, 1965) es el dramaturgo de su generación más laureado y reconocido. Doctor en Filosofía y matemático, ha labrado una obra de éxito internacional. Hasta fundar su compañía, La Loca de la Casa, Mayorga ha escrito cerca de 30 obras, entre las que destacan ‘La tortuga de Darwin’, ‘Himmelweg’, ‘Cartas de amor a Stalin’, ‘La paz perpetua’ o ‘El chico de la última fila’ (adaptada por François Ozon para el cine) o, ahora, ‘El crítico’ y ‘La lengua en pedazos’.
Los reconocimientos a su trabajo han sido constantes: del Premio Calderón de la Barca al Valle-Inclán, el Max o el Nacional de Teatro, lo ha ganado todo. Su labor docente es intensa. Profesor en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, dirige un seminario sobre teatro y filosofía para el Centro Superior de Investigaciones Científicas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario