Tennessee Williams, fantasma de un escritor
Fuente: Laura Martín (elcultural.es)
“Airear los armarios, áticos y sótanos del comportamiento humano”. Esto era lo que guiaba a Tennessee Williams al escribir sus obras. Lo que encontró al abrir esas puertas fue locura y fragilidad, violencia y amargura. Detrás de su afable sonrisa coronada con bigote y de su musical acento sureño se escondía alguien tremendamente tímido, un dramaturgo con una predilección por los personajes marginados y marginales. Thomas Larnier Williams (Columbus, Mississippi, 1911) será siempre recordado por su nombre artístico, Tennessee Williams. Bien para “escalar el árbol familiar”, como escribió una vez, bien como homenaje al apodo que le otorgaron sus compañeros de escuela, no está muy claro el origen de semejante cambio. Su biógrafo, Lyle Leverich, sostiene que se debió a su voluntad de presentarse a un concurso para menores de 25 años cuando él ya contaba con 28.
Comenzó a escribir con 13 años, con la máquina que le regaló su madre. Tras un debut poco exitoso en Broadway y algo más de media docena de obras, su consagración como dramaturgo llegó con El zoo de cristal y Un tranvía llamado deseo. La primera era casi una autobiografía, y su protagonista, una joven insegura y delicada, un retrato de su hermana Rose, con quien mantenía una relación muy estrecha. Rose sufría esquizofrenia, y estuvo confinada en múltiples ocasiones en instituciones mentales hasta que fue sometida a una lobotomía en 1943. La intervención la dejó incapacitada, y Williams, al que no se consultó a la hora de tomar la decisión, nunca perdonó a sus padres. La imagen le traumatizó para el resto de su vida, impregnando piezas como De repente el último verano, en la que uno de los personajes se empeña en lobotomizar a su sobrina, depositaria de una verdad incómoda e indefensa por encontrarse en estado de shock tras presenciar una escena horrible. En una época en la que las comedias ligeras y los musicales acaparaban los escenarios, las obras de Williams, de sentimiento desnudo y poesía, supusieron una revolución.
Tennessee Williams dotó a sus obras de una carga social, en la que destaca una fuerte presencia de la homosexualidad. El propio autor, criado en un hogar con un padre dominante y alcohólico que se burlaba de él llamándole “Miss Nancy”, descubrió tardíamente que era gay, y siempre le acompañó un profundo sentimiento de culpa, probablemente influido por la estricta moral inculcada por su madre, hija de un pastor episcopaliano. Por supuesto, la sociedad estadounidense de la década de los 40 y 50 tenía un límite al abordar este tipo de temas “tabú”, como se reflejó en la adaptación cinematográfica de Un tranvía llamado deseo. En Hollywood, Elia Kazan dirigió una versión descafeinada de la obra de teatro, con Vivien Leigh como Blanche Dubois, Kim Hunter como Stella y un inolvidable Marlon Brando en el papel de Stanley Kowalsky, su puerta al estrellato. La censura obvió la homosexualidad del ex-marido de Blanche, y la escena de la violación se codificó tanto que da lugar a confusión. A pesar de que en el texto original tampoco era explícita, sí había líneas que remitían directamente a la monstruosidad cometida por Kowaksky, pues en ella está la clave para entender por qué Blanche se hunde irremediablemente en la locura. De nuevo, una referencia a su hermana. La moral hollywoodiense impuso también un cambio radical en la última escena de la obra, un castigo a Stanley que el autor no había concebido al plasmar esa relación marital, basada en la violencia de género. El propio Williams, muy diplomático, escribió que, aunque le había gustado la película, consideraba que ese final “la arruinaba ligeramente”.
Recibió el Pulitzer dos veces. La primera, por Un tranvía llamado deseo, la segunda por La gata sobre el tejado de zinc, también llevada al cine, y también modificada por la censura, eliminando prácticamente todas sus referencias a la homosexualidad. Lo que el Código Hays no pudo suprimir fue la enorme tensión sexual que destilaba Elizabeth Taylor interpretando a Maggie “la gata”, contrapunto de un atormentado y alcohólico Brick Pollit al que daba vida Paul Newman. La rosa tatuada, Baby doll, Dulce pájaro de juventud, La noche de la iguana... Más de una veintena de obras nacieron en esta etapa de esplendor. Tennessee Williams era el dramaturgo favorito de Hollywood y Nueva York.
Su decadencia artística llegó en la segunda mitad de la década de los 60. Tuvo que lidiar con su propia imagen, con un yo más joven, audaz y talentoso. Las drogas y el alcohol se hicieron sus compañeros inseparables, sobre todo tras la muerte en 1963 de su amante, Frank Merlo, con el que había terminado el año anterior tras una infinidad de rupturas, reconciliaciones e infidelidades. Le había conocido en 1948, y fue su única relación estable. Su mundo se volvió más oscuro a medida que la crítica vapuleaba sus piezas cada vez más. Su cambio de estilo, fruto de la depresión, no fue bien recibido. En un artículo del New York Times, escribió “nadie es tan consciente como yo de que soy ampliamente considerado como el fantasma de un escritor, un fantasma todavía visible, excesivamente sólido en carnes y quizás demasiado ambulante”. Pero no dejó de crear. Su última obra, The One Exception, la redactó el mismo año de su muerte.
Williams siempre decía que quería que le enterraran en el mar, “cerca de los huesos de Hart Crane”, poeta, homosexual y bebedor, al que tampoco le importaba conmocionar con la verdad y con quien se sentía muy identificado. Sin embargo, por insistencia de su hermano, su cuerpo reposa en el cementerio Calvary, en Missouri. Tennessee Williams murió el 25 de febrero de 1983. En una suite del hotel Elysee de Nueva York, a los 71 años, se apagó el dramaturgo que mantuvo vivo el teatro de mediados del siglo XX.
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