Rostro de cine, sangre de teatro



Fuente: Maite Nieto (elpais.com)
Se desprende del abrigo oscuro que le ha protegido del frío madrileño hasta entrar en el lugar de la cita y se sienta frente a su interlocutor esperando las preguntas. No hace falta esforzarse. Juan Diego Botto es un buen conversador. Tiene muchas cosas que decir y le gusta hacerlo. Pero no es de esos verborreicos apabullantes que quieren convencer de todo y de nada con una charla imparable. La conversación se desarrolla en el tono intimista al que invita la cálida voz de este actor que ha crecido rodeado de arte y cuya carrera ha experimentado un enorme salto cualitativo con su última producción teatral, Un trozo invisible de este mundo, escrita e interpretada por él. Cinco monólogos en torno al exilio y la inmigración que han recibido elogiosas críticas y comentarios de los espectadores en las redes sociales: “¡Qué hondura!, ¡qué rigor! Texto hermoso y conmovedor. No se la pierdan”, o “Desgarradora, emotiva, imprescindible… una bofetada de realidad”.
Aunque el público le conoce más por sus papeles en el cine, los críticos son contundentes: “Es un hombre de teatro, lo lleva en las venas. Ahora es uno de los grandes”. Historias del Kronen, PlenilunioMartín (Hache),AsfaltoSilencio rotoPasos de baileVete de míEl GrecoSilencio en la nieve… son algunos de sus títulos en la gran pantalla. Tres nominaciones a los Premios Goya avalan que su figura estilizada y su rostro imperfecto de rasgos intensos, propio de esos hombres a los que se califica como atractivos rotundos, convencen. En el teatro atrapa. Cada uno de los asistentes siente que le mira a los ojos, que habla por y para él, que no está frente a un actor, sino ante una persona íntegra que valdría la pena conocer. Es capaz de comunicar con el gesto y la palabra, sin estridencias, y sorprende la fuerza de su discurso, la contundencia del mensaje que quiere trasmitir y la suavidad, salpicada con notas de humor, con la que es capaz de hacerlo. Fuera del escenario no defrauda.
Lo que he hecho en teatro siempre han sido proyectos personales. Significa la posibilidad de contar algo que es más cercano a mí. En este medio nunca me he embarcado en una historia que se pueda calificar como alimenticia”. Al preguntarle si el contacto directo con el público aporta algo especial, confiesa con media sonrisa: “Sí, lo primero, mucho miedo. Miedo diario. Ese vértigo de que puede pasar cualquier cosa, y también el sentimiento de imperfección, que es lo maravilloso del teatro. Un día, la primera escena sale perfecta y dices: ‘¡Ya está, ya lo tengo!’. Y al día siguiente no es lo mismo y piensas: ‘¡Hostia!, ¿por qué, si ayer lo clavé?’. En el teatro siempre tienes algo por lo que volver”.
A todos nos condiciona quiénes y cómo son nuestros padres; en el caso de Botto es difícil imaginarse cómo habría sido su vida sin tener en cuenta dos de las columnas sobre las que se asienta la persona y el profesional que es hoy: su padre, Diego Fernando Botto, actor como él y desaparecido con 28 años tras su detención en 1977 durante la dictadura de Videla en Argentina, y su madre, Cristina Rota, también actriz y profesora de interpretación, que llegó exiliada a España un año después con sus dos hijos de cuatro y tres años: María y Juan Diego. A ella le tocó vivir la pérdida, sentir que hasta los suyos “la ponían en el lado de los malos”, llegar a un país extraño sin nada y trabajar en lo que salía hasta convertirse en la maestra de grandes actores que es ahora.
Yo soy hijo del exilio”, dice Juan Diego, “me parece un ejercicio de ciencia ficción imaginar mi vida… hubiera sido otra, viviría en Buenos Aires, no sé si sería actor… ¿Pienso como pienso porque mi padre sufrió lo que sufrió y nos tuvimos que exiliar? No lo sé, sin duda es un factor relevante, pero cada cual es cada cual y hay otros factores que han influido. Ese vacío que uno necesita llenar cuando ve una injusticia, que son tantas las cotidianas que nos rodean, es una necesidad, tengo que decir: ‘¡Esto está mal!’. La rabia viene dentro de mí. En nuestra familia, la palabra “desaparecido”, que es un eufemismo para una persona que ha sido secuestrada, torturada y asesinada, fue un hecho demoledor. Yo, en concreto, me tiré parte de mi infancia esperando que en algún momento pudiera haber un juicio. Un juicio es el cierre ideal. Los acusados, los responsables del asesinato de tu padre se van a sentar en un banquillo con todas las garantías legales; se va a hablar de por qué y cómo. Y eso es muy relevante porque en el caso de un desaparecido sabes el porqué, pero no cómo ni cuándo”.
Debutó en el cine a los cinco años. Un hecho natural si se tiene en cuenta que el salón de su casa fue el lugar en el que su madre empezó a impartir clases de interpretación. “Recuerdo volver del colegio y escuchar que estaban haciendo Shakespeare, Chéjov o lo que fuera. Que mis hermanas y yo [las actrices María Botto y Nur Al Levi] empezáramos a estudiar allí fue normal. Podríamos haber reaccionado no queriendo saber nada de esta profesión de locos, pero a los tres nos ha picado el gusanillo”. Un virus familiar que en su caso abarca interpretar, dirigir y escribir. Su montaje de Hamlet, en 2008, puso en pie a público y crítica y marcó una nueva era en la forma de abordar el estereotipo de ese romántico y atormentado príncipe de Dinamarca que de la mano de Botto se convirtió en un joven indignado que no busca venganza, sino que se sepa la verdad. Un trozo invisible de este mundoha supuesto para muchos descubrir al Juan Diego Botto autor, capaz de abordar la soledad, el desarraigo, la injusticia social… y hacerlo de forma que el mensaje llegue al espectador con toda su crudeza haciéndole reír tanto como reflexionar.
Me gusta escribir, dialogar y contar historias como a mí me interesa hacerlo. Es una forma de sentir que aportas algo. Con Un trozo invisible…es la primera vez que la gente me ha dado las gracias y no la enhorabuena. Eso no me había pasado nunca. El día después del estreno teníamos solo 40 espectadores en la sala, pero la última semana y media que actuamos en Madrid colgamos todas las noches el cartel de ‘no hay entradas’. Realmente lo que ha funcionado con esta obra ha sido el boca a boca”.
Le recuerdo haber leído una declaración suya sobre que el teatro tiene que recoger el drama de la gente. Inmediatamente la recita completa, aclarando antes que es de Lorca: “Un teatro que no recoge el latido social, el color genuino de su espíritu y su paisaje, con risa o con llanto, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juegos o sitio para hacer esa horrible cosa que llaman matar el tiempo”. “Hay que ser consciente de que cualquier cosa que haces en el arte manda una información, para bien o para mal. Todas las películas son sociales. Las de acción de Schwarzenegger son muy políticas, las románticas son muy ideológicas. Vengo de Roma, miras la Capilla Sixtina y ahí hay un mensaje: la primacía de Dios por encima de todo, el hombre sumiso a Dios, es realmente apabullante. Todo tiene una lectura, solo hay que ser consciente de lo que estás haciendo y tener claro que ningún trabajo es indigno”.
Activo y comprometido, no es raro verle apoyando causas diversas o realizando rotundas manifestaciones en las redes sociales. En un tuit lanzaba una reveladora frase de Albert Camus: “Hay épocas en las que la indiferencia es criminal”. “Es de La peste, un libro que me encantó, y es una metáfora maravillosa porque todo se va devastando alrededor y muchos tratan de seguir adelante como si no ocurriera nada. No hacer nada, no mirar es contribuir a que las situaciones injustas se perpetúen”.
En ese continuo diálogo que se genera en lugares como Twitter o Facebook, significarse puede recibir tantos halagos como críticas. A Botto no le han faltado ni unos ni otras. De las últimas, algunas inciden en lo fácil que le puede resultar a él, que vive bien, permitirse el lujo de mantener un discurso combativo y solidario. Su respuesta es inmediata: “Para empezar me parece lícito. El acierto de las redes sociales es que no son unidireccionales. Pero opino que lo terrible sería vivir bien y no tener esta actitud. No hablar, no criticar, no tratar de cambiar las cosas es censurable y de una insolidaridad que asusta. Nos están arrebatando la educación, la sanidad… Las familias se han endeudado, sí; pero fundamentalmente lo han hecho las empresas y los bancos. Y lo que hemos dicho no ha sido ‘pongamos todos para salvar la educación’, sino ‘pongamos todos para salvar los bancos’. Es tan surrealista que hace unos años nadie lo hubiera creído”.
Pese a sus raíces argentinas, se siente español y le duele el país, su situación actual. “Mi parte argentina siempre está presente en mí, pero soy mucho más español que ninguna otra cosa. Llevo desde los 3 años en España y tengo 37, mi pasaporte es español, aunque también tengo la nacionalidad argentina; pero tu lugar es tu gente, el sitio donde nació tu hija, donde te emborrachaste o besaste por primera vez, tus amigos del colegio… Somos seres sociales y necesitamos a nuestra tribu, nuestro entorno. Por eso escribí sobre la inmigración y el exilio. Están separados por una línea muy fina, pero comparten la misma fractura social y el mismo desarraigo”.
Le pido que haga su autorretrato y consigo que acaricie su cuidada barba una vez más mientras responde con una frase de su madre. “Ella nos decía en clase: ‘Cuando vayáis a trabajar un personaje, no miréis lo que él dice, mirar sobre todo lo que los demás personajes dicen de él’. Pues esto es igual, el peor observador de uno es uno mismo. Podría describir que mido 1,80, que tengo el pelo largo y una hija de tres años… Todo lo demás empezaría a patinar”.
Un observador imparcial podría añadir que es inteligente, interesante e inquieto. Que no le asustan los retos y que tiene los pies en el suelo. Que va a probar a hacer un guion de cine y que no desprecia la televisión como plataforma; solo espera un reto interesante. Llega el momento de las fotografías. El sereno rostro se transforma. Se come la cámara. ¡Acción!

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