La depuración de un estilo
Con un impecable bagaje de producciones a sus espaldas, se podría pensar que poco puede sorprender de un nuevo trabajo de María Pagés. Sus cuidadas coreografías y el uso de la iluminación u otras técnicas para la creación de efectos visuales son ya patrimonio de su compañía. También lo es su baile, su figura, la capacidad de sus brazos para sugerir una infinitud de formas o la fuerza de sus pies. Tampoco es precisamente desconocida su desprejuiciada vocación para el intercambio, una convicción de entendimiento entre culturas a través de la música, el baile o la danza, pero siempre desde el prisma del lenguaje matriz que le es propio, el del flamenco. Lo sorprendente, pues, estriba en que, con los mismos mimbres, logra confeccionar una y otra vez canastos nuevos y cada vez de una elaboración más depurada. Porque se puede enganchar más o menos con su estética, pero hay una honestidad en su conducta y en su hacer artístico que dificulta encontrar reproches a sus trabajos.
En su nuevo espectáculo —coproducido por el Centro Niemeyer de Avilés y estrenado allí hace unos pocos meses—, Pagés se inspira en las formas sinuosas del centenario arquitecto, pero también en su compromiso e ideario. Las formas de aquel están presentes en escena con un sencillo recurso de luminotecnia que se conjuga con las del baile, especialmente con el que ella protagoniza. Las ideas, en un empeño nada fácil, se trasladan a la obra por medio de textos de una serie de autores muy dispares (Cervantes, Baudelaire, Antonio Machado, Neruda, Benedetti, el marroquí Larbi El-Harti o el propio Niemeyer), cuyos versos son llevados a la métrica y música de uno u otro estilo flamenco. No siempre llega a ser entendible el mensaje textual, pero música y danza contribuyen a la transmisión del mismo, como ocurrió con un texto del propio Niemeyer del que surgió uno de los momentos más luminosos de la obra cuando, tras una guajira con la participación de todas las mujeres de la compañía, el elenco al completo se unió a la canción del brasileño Fred Martins para terminar en una escena coral de un contagioso optimismo al compás de tangos.
Con el propio Martins se había iniciado el espectáculo, una primera muestra de las señas que identifican a la casa: cosmopolitismo e integración de músicas y danzas. A lo largo de los otros siete cuadros que componen la obra, María alternó las coreografías corales con las personales. En las primeras la sobriedad, con la excepción ya señalada, es dominante y tiene un marcado acento percusivo en los bailes de la soleá y los martinetes, principalmente. Frente al grupo, ella optó por la soledad para perseguir la ondulación, dibujando curvilíneas formas con sus largos brazos, sus caderas y su cuerpo entero. Así fue en la indagación de la farruca, con un hermoso diálogo entre guitarra y chelo, o en el lirismo de la granaína que, con los pies descalzos, se volvería fuerza con la llegada de la rondeña. De nuevo, suaves formas para el taranto y rotundidad para el martinete. Pero el colofón de la obra y de su baile estuvo en las perfiladas alegrías con una bata de cola de las de verdad. De la estilización inicial al baile canónico del estilo, una lección de recursos con la bata y unos brazos que terminan siendo el centro de su actuación. Guiados por la música y la palabra son la metáfora de la utopía que se persigue, la del vuelo como colofón del camino recorrido en cada uno de los ocho pasajes de la obra.
Fuente: Fermín Lobatón (www.elpais.com)
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