Las heridas éticas de Albert Camus siguen sangrando



Fuente: Alberto Ojeda (elcultural.es)

Decía Camus que su verdadera universidad habían sido el teatro y los campos de fútbol. En estos últimos fue todo un porterazo. En las salidas, cara a cara con los delanteros, era casi imbatible. Se lanzaba con fiereza a sus pies para rebañarles con los guantes el balón. Pero la tuberculosis le apartó bruscamente de los terrenos de juego. El teatro fue un sustitutivo consolador. Alrededor de las tablas recuperó el clima de camaradería y de solidaridad que vivió en los vestuarios. Confabulado con un grupo de amigos, creó en unos barracones de Bab-el-Oued (Argel) la compañía el Teatro del Trabajo. 

Es 1935, un tiempo en el que la amenaza de la violencia sobrevuela Europa. La Guerra Civil en España parece inevitable mientras que en Alemania el nazismo escupe ya sin complejos su mensaje de odio. La primera obra que montan es El desprecio, de Malraux, pionero en vislumbrar las negras intenciones de Hitler. Camus sabe que no es un texto brillante pero eso es secundario. Lo que toca es comprometerse contra las tiranías en marcha.

Desde ese momento, Camus y el teatro estarán unidos por un eslabón vitalicio, forjado por la sensibilidad y el compromiso hacia la realidad que le circunda. Un vínculo obvio en sus obras, todas con un sustrato ético aún candente. En las encrucijadas planteadas en sus dramas destellan nuevos brillos a la luz de nuestra época. Brillos que hoy iluminan a autores contemporáneos. Es lo que les sucedió a José A. Pérez y Javier Hernández-Simón, firmantes de la versión de Los justos que veremos en Matadero a partir del miércoles 1 de octubre. Ambos, bilbaínos, llevaban tiempo dándole vueltas a cómo afrontar sobre el escenario el terrorismo etarra, pero no encontraban el enfoque ni el tono.Temían caer en el entretenimiento o en lo panfletario. Les espantaba también dar la impresión de listillos con la convicción de poseer la fórmula para pacificar su tierra. Las dudas se desvanecieron cuando el texto de Camus cayó en sus manos. “Sí, fue una iluminación”, recuerda José A. Pérez. 

El dilema de un grupo de terroristas durante la revolución de 1905 era perfectamente extrapolable al seno de Eta. Camus se inspiró en el asesinato del Gran Duque Sergio Aleksándrovich Románov. En las bambalinas de ese atentado el escritor francés desencadenó la dialéctica: los revolucionarios antizaristas se dividen en dos bloques. Uno inflexible y convencido de que la lucha armada es el camino. Otro en el que el que los muertos empiezan a pesar demasiado en las conciencia. Pérez y Hernández-Simón trasladaron esa ruptura al Madrid de 1979. “En ese tiempo, con la consolidación del proceso democrático, se intensifican las disensiones internas en Eta. Es un momento en que la paradoja ideológica que subyace en el terrorismo se revela ante los mismos que lo ejercen”, explica a El Cultural José A. Pérez.

Uno de los miembros de la célula recula justo en el instante que debe detonar un coche bomba al paso del vehículo de un ministro. Ve a sus hijos pequeños por la ventanilla y la determinación se desvanece. Contraviene así la orden de sus superiores, lo que provoca una tensa discusión en el piso franco en el que se agazapan como alimañas. El cruce de argumentos (y berridos) busca esclarecer una sucesión de preguntas que, como advierte José A. Pérez, se encadenan ad infinitum: “¿Existe justificación para el terrorismo? ¿Es justo matar a un hombre si, con su asesinato, se hace justicia para miles, para decenas de miles, para millones? Si se asume la respuesta afirmativa, ¿dónde está el límite? ¿Es justo matar a una persona? ¿A diez? ¿A mil? ¿Es justo matar a civiles? ¿Es justo matar a niños si con su muerte se hace justicia?”.

La obra ya ha podido verse en varias localidades: Alcira, Valencia, Valladolid, Palencia, Mérida... También en el País Vasco. De momento, en Baracaldo y Durango. Tras el espaldarazo del Matadero esperan, por fin, presentarla en su Bilbao natal y también en San Sebastián. Sus artífices han podido testar de primera mano el impacto que causa: “La cervezas son bien animadas después de las representaciones. Hay personas que en el curso de la conversación hasta modifican su postura...”. Ellos en cambio se han mantenido firmes desde el principio. No hay equidistancias ni equilibrismos. “Los justos [sus justos] es una obra contra Eta”, sentencia José A. Pérez. Contra Eta y contra la violencia amparada en una causa o en una ideología. 

Y ahí, quizá, esta versión entra en colisión con el espíritu camusiano. “Es muy difícil saberlo. Tendría que determinarlo el propio autor. Yo he escuchado todo tipo de interpretaciones de Los justos: desde que defiende la violencia bajo determinadas circunstancias, como por ejemplo si se emplea para derrocar una tiranía, hasta que es un alegato pacifista. Mi opinión es que su posición es ambigua. Nosotros entendemos que queda abierta para que cada cual saque sus conclusiones”. Ellos han extraído las suyas y las muestran sobre el escenario, añadiendo diez segundos al final que apuntalan su planteamiento ético, para borrar cualquier atisbo de indeterminación.

Es una coda de Javier Hernández-Simón, también director de un montaje austero, con Lola Baldrich, Alex Gadea y Ramón Ibarra en el elenco, que huye de la estética realista. La escenografía opta por el simbolismo: los personajes aparecen atados a la tierra por sogas. Metáfora clarividente de los peligros de exacerbar el localismo. La oposición frontal a Eta, eso sí, no está reñida con una humanización de los terroristas. Lloran, ríen, hablan del amor y evocan con nostalgia los parajes de sus pueblos... 

Un calígula sensible y lúcido

Vorazmente humano es también el Calígula perfilado por Camus. No se corresponde con el demente sanguinario de la leyenda, que empezó a prefigurarse en las crónicas de Suetonio (Vida de los Doce Césares). Su crueldad se enciende cuando toma conciencia de una condena inapelable: “Los hombres mueren y no son felices”, lamenta. Esa certeza le alcanza al fallecer Drusilla, su hermana y, al decir de muchos, su amante predilecta. Pero estamos ante un gobernante lúcido, sensible e inteligente, muy consciente de sus decisiones, que reacciona con virulencia cuando la burocracia palatina, en mitad del duelo, empieza a apremiarle con asuntos prácticos. “Cuando ve que los patricios que le rodean no tienen interés alguno en su sufrimiento, se revuelve con ira. Calígula se da cuenta de que a sus asesores sólo les desvela la marcha de las finanzas. La revancha contra ese desprecio a su dolor es aplicarles su lógica economicista hasta el último extremo”, comenta Joaquín Vida, autor y director de la versión que permanecerá en el Fernán Gómez hasta el martes 28 de octubre, con Javier Collado Goyanes encarnando la refinada demencia del emperador romano. 

Vida utiliza también al escritor francés como plataforma para alzar su crítica al mundo contemporáneo, “en el que la economía está muy por encima del bienestar espiritual de los ciudadanos”. “Profundizar en Camus hoy, zarandeados como estamos por una inacabable crisis económica a la que es sacrificado hasta lo más sagrado, es una necesidad para quienes contemplamos con angustia lo que está sucediendo”, añade. 

Vida ha echado mano además de un puñado de actores veteranos, de voz poderosa y mucho empaque, para interpretar a los burócratas palatinos. Ha tenido que poner mucho de su parte para dotarles de encarnadura. El teatro de Camus se resiente a veces de una excesiva abstracción, con personajes trazados como ideas puras. Una rigidez intelectual que disuade a algunos registas mientras que para otros es un acicate. En este último grupo encontramos a Eduardo Vasco, que ha atestado durante dos temporadas el María Guerrero y el Matadero con su versión de El malentendido, una parábola con la que Camus plasmó “la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido” (palabra del Nobel francés). La producción fue concebida como un homenaje de Cayetana Guillén Cuervo a su padre, cercado por el cáncer mientras la compañía se apresuraba para subirla a escena. No pudo verla. No llegó a tiempo. Pero el guiño filial a Fernando Guillén, que la representó en el Poliorama de Barcelona bajo dirección de Adolfo Marsillach en 1969, no pudo ser más emotivo. 

La filosofía del absurdo permea en esta pieza rematada por Camus bajo la ocupación nazi de Francia. Al igual que en Calígula, los hombres parecen huérfanos, olvidados en la tierra. Nada queda a lo que aferrarse: ni Dios, ni ideología, ni ciencia, ni moral... Esa sensación de que la humanidad se ha quedado colgada en un limbo emparenta a Camus con los padres del teatro del absurdo: Beckett y Ionesco. En el fondo pero no en la forma de su dramaturgia descoyuntada. Es como lo ve Vasco: “Camus escribe historias que no están tan alejadas de una realidad que no por ser terrible es menos real. En El malentendido parte de una noticia y la dramatiza, no le hace falta recurrir a la ficción; el absurdo es parte del mundo que le rodea. Que nos rodea”. El salto de tiempo es legítimo de nuevo. Para que no chirriase puso todo su empeño: “Una cosa es que la obra maneje temas o ideas vigentes y otra que nos inquieten en el momento que vivimos. Tratar de conectar el mundo del autor con los espectadores de hoy es tarea nuestra. En este caso hay muchos motivos que nos siguen incitando a la reflexión. Cuestiones acerca de justificar los medios para conseguir un fin, acerca de la familia y sus raíces ancestrales, de los lugares en los que uno vive, lo económico como único valor todopoderoso... Camus escribe una tragedia con bases clásicas. No sé si pretende enseñar; más bien activar un estado crítico: inquietar y servir la posibilidad de la reflexión que incite el cambio”. 

Un cambio que según Carles Alfaro sólo puede tener éxito si hace palanca en las conciencias individuales. “No bastan con policías que nos vigilen, ni con fiscales que nos acusen, ni con jueces que nos juzguen. Tiene que partir de nuestro fuero interno. Y ahí la palabra de Camus puede ser muy eficaz”, afirma. Alfaro es un camusiano impenitente. En 2002 montó La caída en el Teatro Nacional de Cataluña y el año pasado exhibió una original propuesta escénica de El extranjero, con el indolente Mersault desdoblado en dos personajes: una especie de juego para adentrase con más hondura en su psique. Asegura que tiene entre ceja y ceja levantar Los justos y Calígula: “Necesito volver cíclicamente a Camus. Siento una identificación enorme con él. Y además creo que su posición frente al pensamiento único y su capacidad para esquivar el cinismo son muy necesarias”. 

Así lo entiende el público francés. Daniel Mesguich, director del Conservatorio Nacional de Teatro de París (también de origen argelino), lo confirma a El Cultural: “No es difícil encontrar sus obras en las carteleras. Pero debería representarse más todavía. Para mí, es el único intelectual que ha mantenido siempre una actitud justa y equilibrada. Unos lo tachan de haber aceptado el imperio colonial. Otros lo ven como demasiado izquierdista. Al contrario que Sartre, que se equivocó siempre, Camus acertó siempre”. 

Pero cuidado con colocarle en un pedestal. Eso le haría removerse en la tumba. Una vez, un periodista le preguntó cuál era el cumplido que más detestaba. La respuesta fue contundente: “La honradez, la conciencia, lo humano, en fin, ya sabe usted, toda esa verborrea moderna”. Camus intentaba ya en su día blindarse contra la beatificación. Su actitud en el mundo y en la literatura tenía más que ver con el verso de su poeta de cabecera, René Char: La lucidez es la herida más cercana al sol. Quizá por eso hoy Camus nos sigue quemando. 


El imaginario cordial del efecto Camus, por José Antonio Marina


Albert Camus fue una pasión de juventud. Como muchos de mi generación, lo conocí a través de la obra de Charles Moeller Literatura del siglo XX y cristianismo. Quiero hablar de su teatro desde ese pasado entusiasmo. La obra de Camus ha vencido al tiempo a rachas. La mayor parte de su teatro y su obra filosófica me resulta muy difícil de leer. Calígula es un caso aparte, por lo menos para mí, porque aún recuerdo la emoción que me produjo leerla por primera vez. Me hubiera gustado vérsela representar a Gerard Philipe, incluso viajé al Festival de Aviñón para conseguirlo, pero ese mismo año el actor murió. En el año sesenta, cuando dirigía el Teatro Español Universitario, intenté representarla en Toledo. En esa ciudad, el censor de teatro era un venerable actor de carácter, aficionado, empleado de Correos, que tardó mucho en darme la autorización. Durante años he guardado el papel oficial que decía textualmente: “Se autoriza a representar la obra Calígula, de Albert Camus, sin exagerar”. Lo que me interesaba de esa obra era una tesis que después resonó en mayo del 68, y que ahora vuelve a resonar. “Si una vez, sólo una vez, sucediera algo imposible, se rompería para siempre la lógica miserable de la realidad”.


No era filosofía del absurdo, sino esperanza contra toda esperanza. La obra es trágica porque, pretendiendo hacer lo imposible, Calígula sólo hace lo improbable y más aún lo monstruoso. Pero el vigor de la consigna despierta el ánimo en los corazones. “En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio” era su lema antisartriano. Esta es la esencia del “efecto Camus”, que es un caso especial en la historia de la literatura. Cuando paseo por París y veo en los tenderetes las fotografías de Camus con su gabardina y su cigarrillo colgando de los labios, y las de Audrey Hepburn con su larga y sofisticada boquilla, las unifico en mi imaginario cordial. Más allá de su respectivo talento han generado un aura mágica, imposible de separar de sus libros o de sus películas.

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