Enrique Centeno, el crítico amigo
Fuente: Jesús García Campos, Presidente de la Asociación de Autores de Teatro vía www.elpais.com
Morirse en agosto implica una mentalidad. Supongo que habrá quien se muera en esas fechas por error, pero no es el caso de Enrique Centeno, poco dado a los tumultos. La discreción, rara cualidad en cualquier ámbito, cuanto más en el teatro, tan dado al oropel, era un comportamiento natural en él; de ahí que hiciera mutis en fechas despobladas, evitando así el aplauso y la notoriedad.
Morirse en agosto implica una mentalidad. Supongo que habrá quien se muera en esas fechas por error, pero no es el caso de Enrique Centeno, poco dado a los tumultos. La discreción, rara cualidad en cualquier ámbito, cuanto más en el teatro, tan dado al oropel, era un comportamiento natural en él; de ahí que hiciera mutis en fechas despobladas, evitando así el aplauso y la notoriedad.
Nos queda el rastro, la huella, el recuerdo de su actitud, de su compromiso, de su honestidad y de su ironía: legados incombustibles, poso que las buenas gentes dejan en herencia y que son patrimonio, tan intangible como necesario, para que nos sintamos humanidad. A fin de cuentas, vivir es transmitir. Y en ese toma y daca nos entregó, en sus comentarios, la pasión por el teatro que le acompañó desde adolescente.
Antes que crítico, Enrique forjó su criterio sobre las tablas, como actor y como director en el teatro universitario. En los años difíciles del tardofranquismo, funda y dirige el grupo Cizalla, sumándose así al Teatro Independiente, movimiento que dio voz a la España vencida y sentó las bases de una nueva mentalidad que ponía en cuestión el teatro burgués y adocenado de la época. En estos años, el compromiso político y su pasión por el teatro hicieron del escenario su trinchera. Una actitud progresista que mantendrá vigente a lo largo de su vida.
Y con la Transición, el desencanto. No le conocía aún, por lo que me aventuro a imaginar los motivos que, junto a la oportunidad, le llevaron a tomar la decisión de bajar del escenario al patio de butacas para profesionalizarse como espectador. Dar opinión, tratar de aclararse y aclararnos, era una necesidad en aquellos años en los que, tras la prohibición, se abría paso la confusión. Lo cierto es que en 1982 Enrique Centeno inicia su labor como crítico teatral en el diarioLiberación (al que siguieron muchos medios). Una voz nueva en aquel vasto y rico panorama que se distinguía por su proximidad. Su opinión era la de un amigo que disfrutaba con el elogio y al que le costaba tener que mostrar los reparos. Conocedor de la dificultad, decía lo que tenía que decir con la mentalidad del compañero que lo que quiere es ayudar. Siempre activo, su última crítica la publicó en su blog dos semanas antes de que la enfermedad lo silenciara.
Amante de su oficio y sabiéndose parte de un árbol de hondas raíces, cada año en La Noche de Max Estrella llevaba un ramo de rosas y unas palabras a la casa en la que murió y vivió Fígaro (Mariano José de Larra), su ilustre predecesor, mostrando, con este gesto de reconocimiento a la labor del crítico, el sentimiento de pertenencia al colectivo.
Además, durante décadas fue profesor de Lengua y Literatura en varios institutos. En la Compañía Nacional de Teatro Clásico, durante la etapa de Adolfo Marsillach, con quien le unía una gran amistad, se ocupó de las publicaciones periódicas. Y escribió numerosos libros sobre teatro.
De regreso al pasado, y probablemente añorando los años en los que se divertía en el escenario, nos sorprendió a todos escribiendo una obra: Diana, con la que vivió el calvario de buscarle acomodo. Finalmente, la presentó en el teatro Español: una lectura dramatizada que interpretó Ana Soriano con dirección de Fermín Cabal. En el reparto estaba Tomás Gayo, también fallecido hace unas semanas. Me gustaría oírles, si es que en esos sitios se habla de estas cosas.
Tuve la fortuna de compartir con él, durante años, los acaloramientos de tertulias y debates en los que disfrutamos tanto de los acuerdos como de los desacuerdos, pues su sentido del humor y su fina ironía dejaban siempre claro que lo que realmente importaba era la amistad con la que nos encontrábamos para discutir.
Ahora nos queda el consuelo de haber compartido con él parte de su vida y de haber aprendido con su obra.
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