Juan Mayorga: "No hay nada más parecido a la vida que el teatro"
Fuente: Julio Bravo (abc.es)
Juan Mayorga es un dramaturgo en permanente estado de atención. Cualquier situación anómala, como que en la mesa contigua del bar del hotel donde se desarrolla la entrevista una mujer se haya echado a dormir con un antifaz puesto, excita su imaginación y ya ve en ella una escena teatral. Y diríase que mira también al entrevistador buscando en sus ojos al personaje que todos llevamos dentro. Juan Mayorga acaba de estrenar (en su caso, es el verbo más adecuado) «Teatro 1989-2014», un volumen editado por La uÑa RoTa que recoge veinte de sus textos, prácticamente toda su producción escénica. Mira el libro que está sobre el velador y liga palabras de gratitud con sus sentimientos actuales: «Es emocionante ver mis obras editadas así; al principio iba a ser una antología más breve». Y añade que al revisar los textos, ha descubierto «senderos inesperados de unos a otros, ecos, resonancias, tensiones... De manera que no es una mera recopilación de veinte textos, sino que el propio libro es una obra».
¿Es difícil, cuando se escribe teatro, cerrar en un momento la obra?
Nunca doy por cerrado un texto, porque es la propia vida la que los reescribe. Reescribir es para mí, fundamentalmente, tachar; descubrir que lo que se expresa en dos frases puede ser sintetizado, y de forma más elocuente, en una. Y que una frase puede ser sustituida por un gesto. Que una acotación es superflua porque limita las posibilidades a un actor, o le conduce de forma autoritaria por un camino determinado. Las puestas en escena me enseñan mucho: las preguntas que me hacen los actores, el diálogo con los directores, escenógrafos, iluminadores, vestuaristas... Y por supuesto, el espectador. Y finalmente, me enseña la propia vida, que me hace descubrir qué es lo relevante y qué es lo superfluo. qué debe ser desarrollado y qué debe ser despreciado.
¿Un autor tiene respuestas para todas esas preguntas que le pueden hacer los actores, o el texto y los personajes pueden haber tomado vida propia?
Una de las primeras veces que me encontré con la pregunta de un actor fue cuando un intérprete británico, en una lectura dramatizada en el Royal Court de Londres de la versión inglesa de «El jardín quemado», me preguntó si su personaje, un poeta republicano que iba a ser víctima de la guerra civil, era de extracción social humilde, como Miguel Hernández, o burguesa, como García Lorca. Aquello me impresionó: la profesionalidad, el rigor y el compromiso con su oficio que tenía este actor que, al fin y al cabo, solo iba a hacer una lectura dramatizada; pero estaba tan informado como para hacerse esa pregunta, cuya respuesta le iba a llevar de algún modo a un tipo de interpretación u otra. Yo no me había hecho esa pregunta, que me llevó a releer el texto y a cuestionarme si debía introducir o no un signo que la responda o si, al contrario, era mejor seguir con la duda y dejar la respuesta a la responsabilidad del actor. Volviendo a su pregunta, uno no siempre tiene respuesta para esos interrogantes, pero son ricos y pueden alimentar el texto o, simplemente, hacer que el autor se haga más consciente de lo que ha escrito. Yo digo muy a menudo que el texto sabe cosas que el autor desconoce. Uno escribe un texto inevitablemente limitado y lo fascinante en el teatro es que intervienen distintos creadores que introducen sus propias preguntas, preocupaciones y anhelos hasta que, finalmente, el espectador lo complete de una forma siempre imprevista.
¿Siempre se han enriquecido sus textos en la puestas en escena?
No siempre. Una opción que yo tomo es que el texto sea lo más abierto posible. Que en él solo esté lo innegociable, y dejar al director y los actores -y en último término los espectadores- grandes espacios de responsabilidad y libertad. Cuando entregas textos muy abiertos te arriesgas más a la interpretación, y ésta es en ocasiones empobrecedora y reductora. Pero en otras ocasiones aparece lo imprevisto, y eso te produce una gran felicidad.
¿Hay algún texto del que, si no se arrepiente, sí volvería a guardar otra vez en el cajón?
Entregar un texto a la edición o la escena es un gesto de compromiso; uno se compromete con sus palabras. Creo que los veinte textos que componen el libro, con todas las dudas que pueda tener acerca de ellos y de mi competencia como autor, pueden dar ocasión a que un director y unos actores creen esa experiencia poética que llamamos teatro. Pero hay textos que tengo en el cajón y no están en este libro. Y sobre obras como «La tortuga de Darwin» he tenido muchas dudas; pero, al revisarla, al corregirla en cierta medida, siento que con todas sus fallas es un texto que puede entregar algo al lector. A día de hoy, mayo de 2014, no me siento avergonzado de ninguno de estos textos, pero siento muchas dudas acerca de varios de ellos, que tienen que ver con mis dudas acerca de mi propia capacidad.
¿Pero a estas alturas tiene dudas sobre su capacidad?
Sí, por supuesto. El otro día me regalaron una antología de textos teatrales del siglo XVIII, y me dí cuenta de que autores que entonces estaban en boga. y fueron considerados en su momento como grandes triunfadores, simplemente no cuentan nada para nosotros. Yo escribo teatro porque me hace feliz escribir teatro, desde el acto mismo de escribir, de imaginar, de estar encerrado volviéndome loco -creo que escribir es eso, encerrarse y volverse loco, para luego compartir tu locura con los demás-. Y también me hace feliz ver que alguno de mis textos provocan reuniones. Saber que alguien en Rumanía a quien no conozco se ha sentido interesado por «Cartas de amor a Stalin» y ha dedicado un tiempo a ponerlo en pie. Eso me hace sentirme útil y que sienta una cierta confianza en lo que hago, pero no elimina mis dudas.
Vista su trayectoria, su capacidad de comunicación con su sociedad es incuestionable. ¿Lo que le preocupa es trascender?
Uno ha de ser modesto y conocer sus límites, pero al mismo tiempo ser ambicioso. Y eso significa escribir no solo para tus contemporáneos, sino para otros lugares y otros tiempos. Me alegra ver que una obra como «Cartas de amor a Stalin», que se estrenó en 1999, se siga haciendo en 2014 y haya sido capaz de ganar la batalla al tiempo. Yo quiero ser útil. Voy a decir algo que puede sonar grandilocuente; todos los hombres son tus contemporáneos, también los hombres del pasado. Bulgákov, Teresa de Jesús, los judíos que fueron víctimas del holocausto -todos ellos personajes de alguna de mis obras- son mis contemporáneos, y también los hombres del futuro. Escribo también escribo para ellos, con la ambición de que mis textos venzan al señor tiempo. Y eso es compatible con todas mis dudas sobre mi competencia, que me hacen tener un afán permanente de corrección, de pelea con los textos.
¿A la hora de escribir, es metódico o anárquico?
¿Qué puedo decirle? No lo sé. Le puedo contar cómo escribo. Escribo cuando hay un impulso, una imagen, una idea, una historia, que me gana. Sé que las condiciones ideales de trabajo son haber dormido bien, haber incluso hecho algo de deporte, y estar solo y sin ruidos. Pero si uno espera esas condiciones escribiría muy poco. Yo ahora llevo encima mi próxima obra, «Famélica legión», y si tengo un rato me pongo a darle vueltas. Muchas de las ideas mueren, pero una se queda, no te abandona, se convierte en tu veneno y te va poseyendo. Luego, de forma más o menos azarosa, se va alimentando de cosas que te ocurren en la vida. Por ejemplo, usted y yo estamos hablando en el bar de un hotel y junto a nosotros hay una chica que, sorprendentemente, se ha puesto a dormir con un antifaz en medio del follón que hay aquí. A lo mejor, un día, este personaje ingresa en una obra en la que los que la acompañan no son un periodista y un autor de teatro, sino quién sabe... El autor es un medium que va integrando elementos. Pero hay un momento en que llevas el texto al papel y tomas decisiones sobre él. En casa tengo una carpeta con cientos de notas, porque una vez que he descubierto a los personajes les voy incorporando muchas cosas, y los ves en todas partes. Hay algo que es importante para mí: descubrir la forma de la obra: encontrar el espacio en el que se va a desarrollar la situación, el tiempo, cuántos personajes van a ser necesarios, que lenguaje les vas a dar; y eso sí que es un trabajo muy consciente. Ahí sí que tomo decisiones de las que puedo responder. Y en este sentido sí puedo decir que soy racional, pero decir que soy metódico es discutible. Podría parecer que tengo un método, y no lo tengo. Cada asunto, cada personaje, cada tema, exige unas estrategias singulares. Algo muy importante para un autor, y supongo que para cualquier artista, es ponerse a la escucha, y no formatear el material; estar abierto a las posibilidades del desarrollo.
Al releer sus obras, ¿se ha descubierto a sí mismo en frases o personajes que pensaba que no tenían que ver con usted?
De alguna forma, este libro es un autorretrato, muchas veces inconsciente, pero más veraz probablemente del que hubiera escrito si me hubieran encargado mi autobiografía. Aquí está mi vida, o al menos estos años de mi vida, porque inevitablemente están aquí, con gran intensidad, mis preocupaciones, mis anhelos, mis tensiones, mis sueños...Hay textos que están fuertemente reescritos, con revisiones muy acusadas. En particular, «Más ceniza» y «Siete hombres buenos». En esta última hay una luz que no estaba en la versión anterior, y eso tiene que ver con que siento que hay más luz en mi teatro, y probablemente en mi vida.
¿Recuerda la primera vez que se planteó escribir una obra de teatro, y qué le llevó a ello?
Yo escribía, como tanta gente, narrativa y poesía. Pero siendo un espectador apasionado -yo lo que ahorraba me lo gastaba en ir al teatro- que escribía, era natural que ensayase el teatro. Al final de mi adolescencia ensayé alguna pieza. Recuerdo una que se llamaba «Los caracoles» y otra que se titulaba «Albania». Y otra, ya más compleja, que se llamó «El pájaro doliente». Ninguna de las tres han llegado a escena ni se han editado, y probablemente nunca lo harán. Pero sucedió que en un cierto momento se me ocurrió una situación: un grupo de hombres exiliados que se reúnen todos los viernes para tomar decisiones sobre un país que no gobiernan pero al que sueñan volver, cuando se produce la noticia de un golpe de Estado y se despierta la esperanza, la ilusión y el miedo a volver. Yo pensé que esa historia tenía forma teatral, y así escribí «Siete hombres buenos». Tenía 21 o 22 años. Presenté esta obra al premio Marqués de Bradomín, donde obtuve un accésit, y eso me llevó a conocer el mundo del teatro. Ahí empezó todo. Y cada vez siento más placer en escribir teatro, y más compromiso con este arte.
Y ha podido vivir del teatro, porque usted era profesor de Matemáticas en un instituto.
He tenido esa suerte, sí. Como dice uno de mis personajes, Volodia, no hay nada más parecido a la vida que el teatro, y la vida y el teatro se alimentan permanentemente. Escribir teatro, versionar textos, hablar de teatro, enseñarlo... Dialogar sobre teatro es dialogar sobre las posibilidades de la vida. Y hacerlo es un privilegio.
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