Núria Espert: “Tengo salud y memoria, estoy muy agradecida”


Fuente: Juan Cruz (elpais.com)
Desde que ella misma contó lo que le dijo el gran dramaturgo catalán Josep María de Sagarra (“aquesta nena té els collons d’un toro”), tras escucharla recitar unos versos en una prueba, siempre que la veo me imagino a Nuria Espert a la edad que ella tenía entonces, 13 años, acompañada por su madre, temblando de miedo ante aquel pope implacable de la literatura y de las tablas. Ya no es la niña que fue, claro, ni se la imagina uno temblando aún ante retos de aquella importancia, pero sí es cierto que la gran diva del teatro mantiene ante la incertidumbre de las pruebas el mismo cangelo, “iguales ganas de hacerlo bien”.
Han pasado 65 años, ha dirigido dramas y óperas, ha tenido compañías propias, ha luchado contra la soledad de la viudez (su marido, Armando Moreno, actor y luego productor que solo se dedicó a ella, murió en 1994) y a favor de sus hijas Alicia y Nuria, que viven en el mismo ámbito de los espectáculos, y no ha parado ni un momento de hacer aquello que se juró que haría cuando Sagarra se sintió asombrado ante la fuerza de aquella nena.
A los 78 años, dice, “tengo salud y memoria, y estoy muy agradecida”. La salud se le ve y la memoria está en lo que dice minuciosamente, de sus padres, de sus viejos amigos que ya se han ido (Rafael Alberti, Víctor García, Terenci Moix, una multitud…). De algunos de esos nombres propios está hecho ahora su retrato, y este mismo perfil que abordamos. Ella es sus personajes, pero es sobre todo sus personas, las que la hicieron.
Alberti era un hombre alegre, un vividor. Le vi sacar partido a todo
La energía sigue en los ojos, que han sido feroces o tiernos, catalanes, ingleses y hasta japoneses, y en la boca que a veces se extiende como una risa rota o como un grito que la ensordece a ella misma. Cuando era una muchacha aún (a los 30 años) ya había hecho obras de Sartre y de Genet y de Lorca, “y era una superadulta…”. Una mujer madura a la que el teatro español (y el mundial) veían como la heredera natural del eslabón que se llamó Margarita Xirgu cuando aún España era una república.
Desde entonces es esa mujer madura; pero ni el tiempo ha podido con ella, de modo que ha estado sobre las tablas con la edad que le ha dado la gana hasta ahora mismo. Tiene una nieta, Bárbara, hija de Alicia, que vive también en el mismo ámbito, el teatro, y que dialoga con ella ahora como si ella misma se estuviera viendo en el espejo de lo que fue. “Bárbara tiene 30 años; yo a los 30 años ya era una mujer muy adulta; me casé a los 20, y ella está soltera, libre, ha tenido unas relaciones que han terminado y es mucho más juvenil de carácter de lo que yo he sido y de lo que ha sido Alicia… Quizá la más juvenil entre nosotras es Nuria, pero Bárbara lo es más todavía. Al alargarse la vida, ya ves, las transformaciones se han estirado”.
Esta casa de Madrid, ante el Palacio Real, junto al Teatro Real, en medio del otoño que cubre de mantas y de colores ocres la tarde y los libros, y el mando del televisor y su ropa, es como su refugio, el ámbito de su silencio; en Hospitalet, su pueblo, rodeada del ruido de aquella época en que la posguerra hacía que todo tuviera un color verdaderamente triste que contagiaba la pesadumbre de las familias, la luz fue aquella visita a Josep Maria de Sagarra; ella tenía que recitar unos versos, superar una prueba, y salió tan airosa que provocó aquella exclamación del dramaturgo más importante de la época. “¡Aquesta nena…”.
Era un gran personaje Sagarra, lo es. Cuando yo lo conocí daba un miedo tremendo porque era como el rey del teatro en Cataluña, por supuesto en Barcelona, y yo lo veía como un personaje absolutamente mítico. Yo había recitado cosas suyas siendo niña y el hecho de conocerlo, de trabajar en una de sus obras, de vernos en los ensayos, en los que me reñía mucho (a Julieta [Serrano] y a mí, que teníamos unos pequeños papeles de prostitutas, nos dijo: ‘¡Que ustedes no son hijas de María!’)…, fue increíble… Después le he leído muchísimo, su teatro, su biografía, todo… Era un personaje notable de esa Cataluña importante. Como Josep Pla, uno de los grandes hombres que da esa tierra”.
Entró en el teatro como quien prolonga su naturaleza; y cuando ya era una diva de veinte años y pico llegó a su vida (y a la de Armando) un hombre que fue fundamental, el argentino Víctor García, con quien hizoLas criadas de Genet o Yerma, de Lorca. En aquella época, a finales de los años sesenta del siglo XX, el teatro (y especialmente el teatro que ella llevaba a las tablas, en España y fuera de aquí) era como puñetazos en la frente del régimen, y del público. Y para ella esa colaboración con Víctor fue también un estímulo y un puñetazo, todo a la vez. “Fue una de las personas más importantes de mi vida; un ser angelical que se podía convertir en un demonio de pronto, con un talento desbordante que lo aniquilaba, o eso me parecía a mí, que lo quemaba por dentro, que lo martirizaba. Tenía dentro una especie de animal salvaje que no le dejaba reposar ni un segundo; no lo vi jamás calmado y tranquilo, incluso cuando se reía siempre lo vi desdichado, incapaz de vivir dentro de su cuerpo”.
Era el arte en ignición; quizá vino su larga relación con Rafael Alberti para calmar ese fuego con la variante luminosa de una poesía que se parecía al artista del Puerto de Santa María. Viajó con él por todas partes, cantando, recitando, su poesía, las poesías ajenas. Riendo con él como chicos perdidos por el mundo. “Era todo lo contrario de Víctor: un hombre alegre, un vividor. Le vi sacar partido a todo. En el avión decía: ‘Me gustaría que este avión no aterrizara nunca, que se quedara volando para siempre, para siempre!’. Unas ganas de vivir, una sensualidad y un amor por la vida. Era lo opuesto a Víctor y mucho más fácil de vivir”.
Para ella, Alberti fue quizá la persona con una actitud más ardorosa hacia la existencia, hacia la amistad. “Creía que aquellos recitales eran un reencuentro con La Barraca, una barraca más sofisticada… Siempre se sorprendía cuando cobrábamos: lo había pasado tan bien que le extrañaba que encima le pagaran…”.
El mejor amigo que tuvo nunca fue Terenci Moix… “El amigo al que más he querido. Éramos la noche y el día, pero nos queríamos profundamente. Y había mucho ja ja ja y también mucho no-ja ja ja… Había mucha vida. Después de la muerte de Armando con frecuencia cogí un avión y me fui a Barcelona solo para verle, para estar con él, para hablar…, porque es complicado tener un amigo al que le cuentas todo y cuyas reflexiones te reconfirmen o te hagan rectificar, y ese amigo era Terenci, y no lo podía perder. Los dos nos íbamos haciendo mayores, y juntos fuimos comprendiendo el tiempo, sabiendo dónde meter adecuadamente las carcajadas o los llantos. Nosotros éramos su familia”.
Y la familia, el motor de Nuria y el padre y el promotor, fue Armando… “Me gusta hablar de él, te he hablado tanto de él que tengo miedo de no decirte nada nuevo… Treinta y nueve años juntos. Éramos peces, nos salieron aletas, nos fuimos a la tierra, nos pusimos de pie… Yo era muy inocente cuando lo conocí, no había tenido nunca un novio ni había estado con ningún chico, y él tenía 36 años cuando nos casamos… Aprendí a cien por hora a su lado; todo lo que él tenía que enseñarme me lo empapé en diez años y, claro, al cabo de ese tiempo la relación se transformó porque gracias a lo que él me había dado yo ya no era la de los veinte años…”.
Ella era los libros, Armando (que había sido actor: lo dejó para dedicarse a ella) era la acción; “fue un luchador bravísimo al principio de nuestra aventura teatral; salir de la nada era dificilísimo y nosotros estábamos en la nada. Creó una compañía y ya subimos y bajamos como en una lucha a muerte de la que siempre nos levantábamos con ganas de hacer lo siguiente”.
Su infancia fue la niñez difícil de la hija de padres separados, en el ambiente opresivo de la escasez; el teatro fue como la mano (con la mano de su madre, y después con la mano de Armando) que le fue ayudando a ser la Nuria Espert de hoy. Esos ojos que en el teatro a veces son fieros, esa boca que grita, pueden ser también, en el teatro y en la vida, risas y susurros. La vida, claro, la tiene apabullada; hace un tiempo dijo, en una conversación con su amigo José Luis Gómez: “Algo corrupto hay en este país, algo podrido después de tantos años, por desgracia. Al lado de lo que ocurre Al Capone parece un muchachito que se ha llevado dos duros. Es horroroso. Cambiemos de tema”. Ahora le saqué el tema, perdón, y ella dijo: “Ahora hay más corrupción que nunca, es más espectacular… Y ahora vienen los juicios, hay que sajar el grano, que salga toda la porquería… ¡Es asqueroso! ¡Cambiemos de tema!”.
Cambiamos. Es imposible sustraerse al asunto Cataluña-España. Le pregunto.
–¿Qué consecuencias puede tener la eventualidad de una independencia en las personas que conoce y estima?
–Mucho dolor y mucha gente que tendrá que marcharse… Si ya es difícil en este momento no ser separatista en Cataluña, cómo sería si todo fuera una realidad con los enormes problemas que tendría Cataluña…
En el escenario es abrumadora, fuerte, como un personaje de Shakespeare llevando una antorcha cuyo fuego se parece a las palabras que emite. Pero en este ámbito, en medio de este silencio, sus preocupaciones parecen lamentos en voz baja, tienen el aire de su perplejidad. No ha perdido la fuerza que vio en ella Josep Maria de Sagarra, pero entonces ella no sabía que la vida iba tan en serio, y ahora, cuando habla, se agarra a los eslabones perdidos, “ellos son los que me han traído hacía aquí”. Atrás quedan dichos algunos de los nombres propios que conforman el espejo en el que se ve Nuria Espert.

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