Nápoles eleva el tango a objeto de manipulación estética

En Via Toledo, la principal arteria comercial de la ciudad, el público se agolpa frente al escaparate de una tienda de moda. Eso ha sucedido varios días a varias horas. Se trata de la performance del coreógrafo y bailarín argentino Rodrigo pardo titulada Tango-Toilet, una apuesta de impacto que ya se vio en otro formato en la Bienal de Venecia de 2007 (donde recibió una especial atención de la crítica de arte). En el estrecho espacio de un baño con su mobiliario estándar (bañera, lavamanos, urinario, espejo) un hombre se acicala y ritualiza ese quehacer solitario hasta que llega la bailarina y escalando pared, ducha y bidé, se entrelazan en un frenético tango sexual y rítmico. Más original imposible, más riesgo tampoco.

El éxito de Tango-Toilet en el la programación del Festival de Nápoles superó lo esperado y desde luego, es mjucho más que lo que se obtuvo en Venecia en 2007. La obra dura 10 minutos, pero la gente no se quería marchar; como siempre, el público quería más y entendiendo enseguida de que se trataba de arte y no de una promoción con maniquíes vivos tras un cristal para venderte sostenes.

Rodrigo Pardo se acompaña de la bailarina Claudia Jakobsen y ha razonado así su propuesta: "Viniendo de un país con grandes dificultades económicas he comprendido que debo concebir la creación desde sus puntos límite. Hace años, en Buenos Aires, no encontraba un sitio donde exhibir mi baile. Una mañana, me desperté y viéndome en el espejito de mi minúsculo baño, todavía medio dormido, entreví a mis espaldas por el espejo que el cuarto de baño se me convertía en un espacio de danza, que el tango coloreaba de glamour mi gris cotidianeidad".

Es ese imaginario descabellado y surrealista lo que ha convertido Pardo en realidad teatral, ha subvertido con eficacia lo doméstico y privado, en público y espectacular. Concentrados, ajenos a lo que sucede tras esa "cuarta pared" de cristal, los dos bailarines se entrelazan, y evolucionan en vertical u oblicuamente, lo que permite un espacio que no supera los ocho metro cuadrados y que ejerce el rol figurado de cárcel, espejo y patria.

Siempre al hilo del tango, la otra pieza de gran formato que ha albergado el Teatro de Ópera San Carlo es Napoletango, creación del multifacético Giancarlo Sepe, además de la Cantanta a Maradora que ya había abierto emotivamente el festival.

Napoletango no es un musical al uso. De hecho sus protagonistas no se encierran en la casilla del bailarín-actor sino que van más allá. Exprimen el histrión, se desdoblan en unas frenéticas secuencias corales a veces de estética a la americana y otras más enraizadas en las formas del teatro-danza centroeuropeo. Por momentos estamos en un musical de Broadway pero a los pocos minutos viajamos a una estética cercana a Pina Bausch. Se trata de un eclecticismo que busca acercarse al espectador, de hecho se le hace participar en varios momentos y de diversas maneras (los bailarines sacan a bailar a los espectadores de la platea y se mezclan con ellos). El elenco va encarnando los retratos de personajes contrastantes, los miembros de esa familia (en palabras de Sepe "llevado el circo familiar al terreno de las ceremonias religiosas y las fiestas populares"), verdaderos cómicos de la legua, que ven en el tango y su práctica profesional una salida desesperada, una luz de supervivencia. El viaje incesante a lo desconocido, las frustraciones, lo sueños hechos pedazos y la posibilidad de exprimirse en una danza cuerpo a cuerpo dotan a esta obra de una fuerza comunicativa feroz; sí es seguramente el triunfo descarnado de lo vitalista sobre el academicismo, de los trazos gruesos naturalistas sobre el esteticismo de las apariencia y la corrección. Pero como siempre ocurre en estos grandes teatros convencionales, hubo aplausos furiosos y algunos abucheos desde los palcos altos (era de esperar), que veían cómo el sacro escenario del San Carlo era hollado por una horda de artistas de los géneros que el elitismo galopante que asola los entes líricos considera espurios. Ya es un logro de este festival que aspira a ponerse en la cabeza de sus congéneres europeos, que precisamente un ente lírico como el Teatro San Carlo entre a formar parte de un festival dinámico, moderno y lleno de riesgo en su programación. Napoletango tiene unos diseños funcionales y sin sorpresas de Carlo de Marino que van de la provocación al cabaré. Las luces de Umile Vanieri ase llevan parte del mérito con toda justicia y la música original de Davide Mastrogiovanni consigue encolarse con fluidez a las piezas tradicionales del género tanguista.

Fuente: Roger Salas (www.elpais.com)

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