"Los del teatro tenemos que hacer que no se olvide"



En la tercera y última entrega de la larga entrevista con José Luis Gómez, el actor y director reflexiona sobre las diferencias entre el cine y el teatro: «Siento que el trabajo en el teatro es siempre una indagación en la que de pronto los ecos de los personajes en ti te descubren muchas cosas a ti mismo». Aunque no se ha prodigado tanto en el teatro como en el cine, muchos no han olvidado su creación de «Pascual Duarte», bajo la dirección de Ricardo Franco. El teatro es palabra en acción, arte en el tiempo, por eso dice: «Nosotros los del teatro tenemos que hacer todo lo posible para que se olvide un poco menos».
Cuando recibió el doctorado «honoris causa» por la Complutense se refirió al carácter efímero de la experiencia, en presente, del actor y del espectador, que ata carne y tiempo. ¿En qué medida somos conscientes de esa condición de arte en el tiempo que solo se puede experimentar una vez y atesorar en la memoria?
No suficientemente. Ahora mismo una de las cosas que me movilizan o me interesan es el trabajo con el espectador. Hemos empezado a trabajar aquí con espectadores, para darles a conocer mejor nuestro trabajo, con el compromiso de carnalidad que pueda tener. Y yo creo que cuanto más conscientes seamos, más atentos estemos a lo excepcional del teatro, también lo estaremos a contemplar el teatro como uno de los espacios de privilegio. Lo que tocaría es ser conscientes en cada momento de la excepcionalidad del encuentro, del momento. Eso lo dicen todos los maestros, todos los libros, y se nos olvida. En el teatro todo se conjura para que se envidie un poco menos. Y nosotros los del teatro tenemos que hacer todo lo posible para que se olvide un poco menos, y esto toca hacerlo del modo menos grandilocuente posible, del modo más sencillo posible. Curiosamente, cuando trabajamos con espectadores en la sala de ensayos ellos se percatan inmediatamente de eso. Cuando hablo del compromiso de carnalidad me refiero a la implicación, a que te tienes que quitar los zapatos, tienes que de pronto ser consciente de la respiración, o estirar mucho, o tienes que oírte, o hablar a otro de verdad, y hacer que tu sonido le llegue, y buscar el tú en el otro, y mirar. Y ahí, con pocas cosas, se arbitra no una ilusión de presente, sino una percepción de presente. Eso sería lo mejor.
Tadeusz Kantor parecía crear sus espectáculos para que se instalaran en el lugar de la experiencia. ¿Por dónde ha ido su ambición teatral?
No me he hecho muchas preguntas, porque yo nunca me hice un programa de las obras maestras que tengo que poner en escena o los papeles cumbre que tengo que interpretar. No. Cuando empezaba sí quería hacerlo todo, desde Romeo y Mercutio, a ser posible los dos al mismo tiempo. Eso dejó paso a un estar y vivir el teatro en cada una de sus facetas de modo muy total, de modo que tan total puedo sentir ahora la implicación con Grooming [se estrena en La Abadía el 1 de febrero] que con otra cosa.
¿Pero hay un dibujo ya?
Sí, hay un cierto trazo. Bailo siempre con las que no son las más bonitas. Nunca elijo la pareja de baile más espectacular. No sé por qué. A lo mejor porque soy tímido y me da miedo que me digan que no.
¿Y no será por vanidad, para destacar usted más?
Creo que no. Creo que no. Creo que no. No, creo que no. No, porque sino hubiera buscado de manera más empeñada los papeles que me estaban al alcance del talento, más a mano, y lo que sí puedo decir es que los papeles que he buscado sí han significado un viaje personal para mí. Eso está claro.
¿Se puede hablar de una «verdad superior» del teatro frente al cine por su condición de acto sagrado, de transubstanciación que ocurre solo en ese momento y ante los espectadores/feligreses?
A mí me gustaría ser más modesto. Yo no sería capaz de hablar de superioridad. Lo que sí creo es que el acto milagroso del teatro no se produce tan determinado por la técnica, por elementos bastante externos al pálpito humano, como en el cine. En esa biografía estupenda que me parece aleccionadora sobre el teatro y sobre esa persona, Hilos de tiempo, de Peter Brook, que aclara mucho, él contesta a la pregunta de por qué después de haber hecho Moderato cantabile, Encuentros con hombres notables, de haber hecho una filmación fantástica de Marat/Sade, dijo que la energía que podía vivir en el teatro era más benéfica, más duradera y más nutricia que la que podía vivir en el cine. Yo estoy de acuerdo.
¿La ha sentido usted también así?
Sí, yo estoy de acuerdo. Lo cual no quiere decir que, como actor, trabajar en el cine no pueda ser un regalo absoluto y que hay momentos extraordinarios, que en una secuencia se clava en ese tiempo tan comprimido, un plano se redondea a satisfacción del director y del cámara. Yo sí siento que el teatro tiene una cosa muy duradera y que tiene que ver con algo que está... A través de cualquier actor pasan cosas extraordinarias, de las que uno solo es médium, porque atribuirse muchas de las cosas que ocurren no es posible. Eso es vano. Ocurren a pesar de uno. ¿De dónde vienen? Ahí está la naturaleza... Dejémoslo ahí. Deja poco residuo. Deja poco poso. A menudo nos deja el cine demasiado poco poso, y depende mucho de nosotros. No se trata de retener, se trata de que lo que pasa a veces de modo extraordinario nos deje una cierta impregnación. Yo creo que eso es lo fundamentalmente distinto del trabajo del actor en el teatro y en el cine, y siento que el trabajo en el teatro es siempre una indagación en la que de pronto los ecos de los personajes en ti te descubren muchas cosas a ti mismo. Y es una indagación estupenda, es un privilegio si se puede hacer, y mejor si se puede hacer bien acompañado. El teatro es una forma artística que tiene un carácter inequívocamente indagatorio, tanto para uno (para el actor) como para los demás (los espectadores). Sí, se hace para los demás, pero con algo que es de enorme valor para uno mismo, y que está más allá de lo representacional. Hablar de eso es como intentar del sexo de los ángeles, pero cualquiera que haya olido por ahí...
Quien lo probó lo sabe.
Quien lo probó lo sabe.
Hablando de compañías, ¿qué significan figuras como Alfredo Sanzol, Miguel del Arco o Ana Zamora, que han tenido tan feliz acogida en La Abadía?
Es una cosa muy emocionante. Son afinidades electivas. Uno ve el talento, que es una manifestación que ocurre a pesar de las personas y a través de las personas, y es una manifestación de algo más grande. Uno se siente atraído cuando las resonancias se multiplican y tienen lugar, que conducen a encuentros. En nuestro caso los encuentros nunca son funcionales, de interés: ha tenido éxito, me interesa que repitas el éxito. O tiene una determinada vigencia y me gustaría aprovechar esa vigencia para los intereses de esta casa. Como nosotros procedemos, yo me pongo en contacto con un autor, antes ya me he ocupado de él, y a veces sugiero, si dentro de lo que él hace por qué no da un paso más en esta o en otra dirección adonde apunta. Nunca ha habido resistencia ni nada, sino una relación colegial, de colegas. Yo siempre me he sentido estimulador: un poquito más allá por favor, un poquito más allá.
¿Hasta qué punto el teatro puede y deber mezclar arte y política para responder a las incertidumbres y confusión del presente?
Ha habido una enorme confusión durante años. El teatro nunca ha dejado de ser político. Unas veces porque se puso al servicio de la ideología dominante, otras porque se puso al servicio de una militancia considerada necesaria. Pero el origen del teatro que está ligado a los ritos de conservación de la vida y la preocupación máxima fundacional es mantener a la sociedad, a la polis, viva, lúcida y hacia delante, es un instinto fundamental, político, conservacional en el mejor sentido de la palabra. Es lo que tiene que ver con la apelación de Schiller al escenario como institución moral. Yo creo que eso está ahí y ha estado siempre. Observo, muchos lo hemos observado, en el tiempo que ha pasado desde los años cincuenta, con la evolución de la izquierda, cómo personas tan extraordinarias, grandes intelectuales, mentes lúcidas, [han desarrollado] un extraño miedo a la libertad. Ahí sería bueno recordar ese concepto de Czelaw Milosz, el premio Nobel polaco, que en los ochenta publica un libro extraordinario sobre esa situación de rehén del intelectual lúcido, de rehén irrestricto, de un pensamiento de izquierdas indiscriminado. Yo me temo que eso ha durado mucho tiempo. Y no estoy haciendo un alegato a favor de la derecha.
¿No sería en cierto modo que ha pesado demasiado Sartre y demasiado poco Camus?
Evidentemente. Pero esto llega hasta el día de hoy por una especie de servidumbre a veces inconsciente, hecha de hábito...
¿O de miedo a reexaminar críticamente el pasado?
O de reexaminarte tú y tus convicciones. Eso nos ha llevado a ser rehenes de un pensamiento pretendidamente de izquierdas cuando la práctica evidencia que no es así. Eso ha producido desgastes extraordinarios en las personas y en la sociedad. Lo que se nota entre los indignados y en las jóvenes generaciones es que no tienen ese tipo de carga, de «reheenismo». Y estamos en un momento en que sería bueno reconsiderar eso, porque las adscripciones indiscriminadas se han evidenciado como equivocadas.
Una adhesión incondicional a la inversa, en el otro extremo del espectro.
En ese sentido creo que el teatro siempre ha sido político, pero no militante, y el mejor teatro es el que no es rehén. El teatro, si conserva esa apelación moral de la que hablaba Schiller, no dejará de ser político. Otra cosa es que se confunda con el teatro militante, que moleste por la crítica, eso es banal. Ese tipo de molestia es banal.
¿Cuántos de nuestros problemas contemporáneos provienen de la falta de atención y disciplina y en qué medida el teatro puede corregir esa dispersión y esa pereza?
Yo he descubierto tarde, o me han hecho descubrir tarde, hasta qué punto es urgente la atención, es decir, estar presente: estar presente a la vida, presente al otro, presente a lo que sucede. Por otra parte en la acción cotidiana, en el trabajo, en la relación la atención es la llave. Pero también en el goce razonable y consciente de lo que nos es dado en el tiempo, la atención es la llave. Todo esto, ahora que ya he pasado los setenta, se me antoja: cómo puedo haber perdido el tiempo tanto, Dios.
No da esa impresión desde fuera.
Pero yo sé la procesión por dónde va. Es tremendo. Perder el tiempo no en términos de logro. Lo de del logro me lo trae saludablemente flojo. Sé que hay que tener para vivir y sé que hay que tener para pagar el precio que cuesta ser asimilado, esas cosas. Soy una persona práctica. Pero hablo de perder el tiempo en otro sentido, más profundo, de la conciencia de la persona. De cualquier modo, si consulta con uno más sabio te dirá que el hombre está hecho así, está hecho para perderse y para reencontrarse, y para caerse y para levantarse. El único tema que tiene que aprender es a reencontrarse y levantarse, porque se va a caer y se va a perder está claro.
Cuando montó El rey se muere, de Ionesco, dijo que la obra era una gran metáfora para enseñar las consecuencias gravísimas de una vida orientada solo hacia uno mismo sin tener en cuenta a los demás. Álvaro Pombo ha dicho algo parecido a cuenta de El temblor del héroe la novela con la que acaba de ganar el premio Nadal. ¿Nuestra capacidad de compadecernos y de ponernos en el lugar del otro es la medida de nuestra humanidad, la tarea del héroe contemporáneo?
Sin duda. Sin duda. Lo que pasa es que es como todas las tareas... Mí, mí, mí, mí... delante. Es la tarea. Es la tarea del vivir. Es que no hay otra. Es la tarea fundamental del vivir, totalmente.
¿Todavía suele regalar ejemplares de El espejo del mar, de Joseph Conrad? ¿Cree que alguno de los males españoles empezarían a encaminarse si recuperáramos el honor del trabajo?
- Yo creo que sí. Yo creo que no hay que temerle al honor, y que no hay que temerle a la palabra trabajo. Hay que enseñar el goce del trabajo, difícil en una sociedad tan alienada, donde a veces el hombre está tan separado, alienado, «ajenizado» a la finalidad de lo que hace. No la puede ver, no la puede discernir. Creo que es una sociedad en la que estamos todos fallando. Atención: La hemos elegido, y la estamos votando todos los días. [De ahí la necesidad de] la educación permanente, la pedagogía permanente, el recordarnos permanentemente el sentido, la finalidad de estar aquí, de estar juntos, de que no se trata solamente de tolerarnos ni soportarnos, sino que, como habla Emilio Lledó en el Elogio de la infelicidad del sentimiento de filia, amistoso, en el vivir. Cómo cultivar eso una y otra vez para que esta fricción con la realidad se haga menos solitaria, sea más... no cómoda...
¿Más amable?
¿Llevadera? Cálida. La palabra solidaridad está ya tan desgastada... Lo único que encuentro son palabras muy ideales, pero que tienen que ver con la esencia del vivir. Sin un sentimiento amistoso de ciudadanía es imposible hacer nada juntos. En el pequeño ámbito de La Abadía, con mucha modestia y con muy poquitos medios, sí que hemos intentado compartir un poco unos sentimientos de esta naturaleza. Claro, cuidado, es que se pone uno como moralizante. No se trata de eso. Aunque hay cosas que están ahí desde siempre. Anoche volví [al teatro] porque tenía muchas ganas de volver a Séneca, a una edición que tenía de cuando estudiaba arte dramático. Te metes en los estoicos y es que esto es un regalo. Empiezas a hablar del deber, o de la amistad, o de la vida feliz, de tu responsabilidad con la comunidad y esto es absolutamente razonable. A mí no me parece que me estén poniendo un palo en la cabeza, me estén dando con un látigo cuando me están contando «Las cartas a Lucilo»... Es muy difícil hablar de eso sin que a la gente se nos llene la boca con palabras que son hueras, y no se pueden emplear ya palabras hueras, porque bastante lo hace ya la política. Lo hace de un modo intolerable. Y yo creo que los artistas deben cada vez hablar de verdad.
¿Quién era aquel cliente de la pensión de sus padres en Huelva que le enseñaba a leer versos?
No me acuerdo ya de su nombre.
¿Pero tiene presente su figura?
Sí, claro. Era un extremeño, como mi padre, con educación más formal que la que tenía mi padre, que tenía poca educación formal. Debía ser de buena familia, porque tenía una especie de elegancia campesina, de elegancia rural, rústica, grande, que tenía una cierta fruición en enseñarme los versos que él conocía. Como era extremeño eran Gabriel y Galán, en parte, y luego Luis Chamizo, y más cosas. Me acuerdo de su esposa. Era gente de bien, gente decente. Gente estupenda. Pero es una imagen. Ya no sé su nombre, pero tengo la memoria sensible muy viva de esa persona.
La última. ¿Quién es José Luis Gómez?
Alguien que está buscando bien saber quién es.
Fuente: Alfonso Armanda (www.abc.es)

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