TODOS ERAN MIS HIJOS


TEXTO: ARTHUR MILLER
ADAPTACIÓN y DIRECCIÓN: CLAUDIO TOLCACHIR
INTÉRPRETES: CARLOS HIPÓLITO, GLORIA MUÑOZ, FRAN PEREA, MANUELA VELASCO, JORGE BOSCH, NICOLÁS VEGA, AMANDA RECACHA, ALBERTO CASTRILLO-FERRER y AINHOA SANTAMARÍA
PRODUCCIÓN: PTCTEATRO y TEATRO POLIORAMA
TEATRO POLIORAMA


Vivimos en una sociedad que nos tienen que ofrecer todo cortado y masticado para que se nos haga más fácil su ingesta. Esta moda ha llegado al teatro y la versión de Claudio Tolcachir de Todos eran mis hijos es un ejemplo de ello. Es posible recortar texto, no digo que no, pero no es necesario masacrarlo. Una obra es un clásico por alguna razón y esta vez a Tolcachir se le ha escapado de las manos la adaptación.

Hora y media, cuando el original llegaría a las dos y media, de absoluto desperdicio de dramaturgia. Pero podía ser éste el caso de que los intérpretes salvaran la función, pero volvemos a encallar el barco. Sin tener demasiado en cuenta la locura con la que aparecen y desaparecen los secundarios del escenario, deberíamos incluso agradecerle a Tolcachir el escaso protagonismo que les ha otorgado.

Pero el suplicio interpretativo llega a su nivel más alto cuando Fran Perea (Chris Keller) aparece en escena, y nos preguntamos porqué después de tantos años no ha aprendido a interpretar. Un tanto de lo mismo, pero rebajado le ocurre a su compañera Manuela Velasco, y a todos aquellos que se suben a las tablas sin la preparación teatral suficiente y sólo por su cara bonita. Pero, por suerte, el timón de este barco encallado lo lleva la pareja teatral de Carlos Hipólito (Joe Keller) y Gloria Muñoz (Kate Keller) que consigue que en sus escenas tanto juntas como separadas veamos un toque de brillantez interpretativa, que aún así no acaba de convencer entre tanto remo a la deriva.

Escenográficamente tampoco funciona, demasiado simple y poco convincente. Es curioso contemplar como, por ejemplo, los intérpretes aluden a una ventana invisible desde la que miran por la noche, en una casa enorme, propia de una familia adinerada, que aquí vive recluida en una especie de caseta para guardar herramientas. Pero nuestra imaginación poderosa, imagina aquello que no tiene forma ni presencia.

Demasiada expectación para un dramaturgo/director que sorprendió a medio mundo con aquella maravilla llamada La omisión de la familia Coleman y que ahora derrapa en su camino hacia la consolidación escénica. Esperemos que éste sólo sea un pequeño tropiezo en la trayectoria con la que todos esperábamos que nos deleitase.

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